ENFOQUE PORTADA

No aclaren, que oscurece

Por Sergio Dellepiane  –  Docente  //

Según puede leerse en cualquier manual introductorio a la materia: la economía es la ciencia que se ocupa del estudio sistemático de las actividades humanas orientadas a administrar los recursos disponibles, que resultan ser siempre escasos; con el objeto de producir bienes y servicios y distribuirlos de forma tal que intenten satisfacer tanto las necesidades, pocas e innatas; cuanto los deseos, creados e ilimitados, de las personas.

Para dar cumplimiento a esta premisa, los agentes económicos desarrollan una serie de actividades a lo largo de su existencia (hidratarse, alimentarse, vestirse, educarse, recrearse, cuidar la salud y el bienestar, transportarse, etc) para lo cual deben hacerse responsables de obtener los medios económicos que les permitan adquirir y/o alcanzar lo que se han propuesto.

Su preocupación primero y ocupación después será el modo, eficaz y eficiente, de emplear los recursos que consigan de forma honesta, para satisfacer según su cuantía, en todo o en parte, sus propios menesteres y anhelos, y también las de sus relacionados. En función de la limitación impuesta por la escasez, deberán renunciar en algún momento, a ciertos y determinados usos y consumos, por la falta o inexistencia de algunos bienes y/o servicios. A esta cuestión, la ciencia económica la denomina costo de oportunidad.

Según los datos del relevamiento que el Observatorio de la Deuda Social Argentina – UCA – realizó entre los meses de Junio y Julio 2021, y que presentó en Mayo 2022, sólo 1 de cada 3 habitantes no ha sido pobre en algún momento; apenas un 40% del total tiene un trabajo digno; y casi 6 de cada 10 son pobres permanentes aunque desarrollen alguna actividad remunerada.

Causas y efectos.

Entre las causales significativas se destacan la combinación de una alta inflación, persistente y acelerada, en conjunción con elevados niveles de precariedad e inestabilidad laboral. Combo letal para una multitud de personas que conviven en hogares donde no se cuentan ingresos suficientes para que sus integrantes accedan a los bienes y servicios más elementales y básicos. La magnitud de la cifra resulta alarmante. El 28,2% de los trabajadores que residen en conglomerados urbanos sufren esta condición de escasez extrema, aun trabajando.

En 2010, inicio de este estudio y relevamiento anual, la cifra era del 17,6%. El segmento llamado de “subempleo inestable” muestra lo dramático del problema que asola a la nación: Trabajar y ser pobre. Tal condición afecta al 58,2% de quienes manifiestan tener una situación de este tipo que incluye tareas con baja remuneración, changas o alguna otra actividad como contraprestación de un plan social otorgado. De las personas con “pleno empleo” registrado, el 12,6% está sumergido en la pobreza.

Así reflejada, la puja entre ingresos (por la escalera) y la inflación (por ascensor), se presenta con una dinámica espasmódica pues cada corrección salarial, que corre de atrás y parece nunca alcanzar, lleva alivios temporales a la grave situación que padecen muchos hogares, pero claramente, no soluciona la cuestión de fondo.

A los desequilibrios a los que se encuentran sometidos amplias mayorías poblacionales, debemos adicionarle el hecho por el que la desenfrenada emisión monetaria acelera “per se” la demanda de bienes que la oferta no puede equilibrar instantáneamente, provocando cuellos de botella temporales. Todo, incentivado por las ayudas y asistencias que desde el estado se otorgan a los informales y más desprotegidos con el fin de contener, de algún modo, los desbordes sociales tan temidos, pero que aceleran la hecatombe inflacionaria. De este modo, la lógica interna de este proceso, reñido con los fundamentos de la ciencia económica, resulta insostenible para el largo plazo.

Más allá de la remarcación constante de los precios, y sus efectos en la cotidianeidad de cada grupo familiar, la realidad declinante del mapa laboral, en nuestro país, es otro factor que no sorprende. Se constata por doquier que muchos de quienes realizan una tarea remunerada, caen sistemáticamente por debajo de la línea de pobreza constantemente.

El relevamiento aludido – ODSA – UCA – muestra que de la población económicamente activa (personas mayores de 18 años que trabajan o buscan activamente hacerlo) sólo el 42,1% tiene lo que se denomina un empleo pleno; el 29,7% trabaja de modo precario; el 19,2% está sumergido en el más débil subempleo inestable y el 9,1% sufre desempleo.

Ingresos.

Lo más grave aparece al analizar el nivel de ingresos relevado. Entre 2010 y 2021 el ingreso promedio de los ocupados con empleo formal cayó un 13,3% en términos reales (medido por poder adquisitivo), mientras que para quienes componen el sector informal y de baja productividad, disminuyó un 27,6%.

Los números pueden variar, pero la tendencia actual hace palpable la decadencia y fragilidad del sistema laboral argentino, legislación incluida, realidad difícil de revertir en el corto plazo. Puede que la situación no se agrave, pero de mantenerse en los niveles actuales no puede significar otra cosa más que el profundo fracaso de las políticas laborales y sociales vigentes. Años de decadencia sin responsables ni culpables. Aquí no hay lugar para ideologías de barricada.

Por un lado, la inflación significa mucho más que restricción de consumos. En la Argentina de hoy, mal que les pese a quienes la utilizan para mantenerse en el poder; tener trabajo tampoco es garantía de salvación. La estadística, como auxiliar de la economía, confirma que de continuarse en un escalón de 4,5 – 5% de inflación mensual, se incorporan al estrato más vulnerable entre 2000 a 2200 personas por mes.

Ante esta triste verdad y a la vez, trágica realidad, sólo puede reconocerse que hace más de 20 años incumplimos como nación el mandato bíblico de “Obtendrás el pan con el sudor de tu frente”.

“El trabajo es la mejor cura a la pobreza, por esto, el desarrollo económico y la creación de empleos genuinos deben ser el enfoque principal para la autoridad gobernante” – Luther Strange