ENFOQUE PORTADA

Mitos y realidades del progreso nacional

Por Sergio Dellepiane – Docente ///

Cada día que transcurre reafirma mi certeza sobre la existencia de una diferencia irreductible entre aquello que la política entiende por economía y lo que ello implica, de lo que en realidad, tiene sobradamente demostrado la ciencia económica acerca de lo que fue, es y será el crecimiento, desarrollo y progreso de una nación.

Políticamente hablando, se ha generalizado la idea por la que la medida del crecimiento económico y social de un país queda determinado por el nivel de lo producido por habitante a lo largo de un año calendario. Se mide lo efectivamente hecho con relación a lo que pudo haberse obtenido si todos sus ciudadanos ejecutaran alguna actividad productiva a tiempo completo. De este modo el desarrollo del conjunto se reduce a cifras que se exhiben cada cierto tiempo y reflejan la diferencia existente entre lo que se estima haberse alcanzado (PBI Real) y lo que potencialmente se podría haber obtenido (PBI Potencial).

Esta concepción de progreso, decididamente errónea, basada en el concepto de productividad económica del siglo pasado; se manifiesta, analiza, critica, convalida o rechaza, en los más diversos ámbitos, públicos y privados, desde hace más de 80 años. Sin embargo, al estudiar en detalle la historia de la economía argentina, ésta nos muestra indubitablemente otra versión de los acontecimientos.

Cambios.

La evolución del devenir nacional muestra esclarecedoramente que, en los momentos de fuerte crecimiento económico, la preocupación de la ciudadanía por los bienes sociales intangibles tiende a extinguirse. No parecen estar en la agenda de las preocupaciones políticas de los gobernantes ni de los representantes del pueblo las necesidades básicas insatisfechas, ni los reclamos por más y mejores benes y servicios públicos que requieren los ciudadanos a quienes dicen representar. Mucho menos aparece en la agenda pública la imperiosa reforma de un estado amorfo, excedido de todo tipo de lastre y sobrecargado de agentes improductivos. Brilla por su ausencia cualquier intento de abordar la cuestión de la corrupción institucionalizada y queda soterrada, bajo la impunidad de la presión sindical, cualquier atisbo de propuesta acerca de una urgente y necesaria reforma laboral que adecúe las condiciones de trabajo de los dependientes, sus relaciones con los empleadores y la adaptación de todos los involucrados, a la evolución del mercado laboral que se ha modificado sustancialmente, tanto por circunstancias excepcionales cuanto por el propio dinamismo de la destrucción creativa que la innovación tecnológica ha impuesto.

Una lectura a conciencia permite aprecia el dislate que contiene la letra de la legislación vigente en esta materia que no puede, de ningún modo, defender adecuadamente los derechos de los empleados registrados pues, en muchos casos, contradice abiertamente las normas no escritas que actualmente rigen al mundo del trabajo en este nuestro S.XXI.

Nos queda por abordar la desgastante y exigente tarea de una imprescindible reforma previsional que contemple tanto las nuevas expectativas de vida de las personas cuanto las excepcionalidades que, en muchos casos, desigualan a aportantes genuinos de aquellos beneficiarios que, por vías de atajos, se valen de artilugios y prebendas para recibir su prestación, desarticulando el entramado financiero de un sistema reconocidamente deficitario y que actualmente hace agua por todos lados.

Bienes.

Nuestra historia refleja que el crecimiento económico, aún el más incipiente, vuelca el interés hacia lo individual y personal casi egoístamente; hasta que una nueva tempestad, con el tembladeral sucedáneo incluido, causada mayoritariamente por desvaríos ideológicos anquilosados, nos interpela a volcar las miradas y retomar con urgencia la agenda de los bienes sociales que, por un tiempo, dejamos perderse en un olvido interesado.

Entre los infaltables e inevitables bienes sociales que resurgen, tiene asistencia perfecta el nivel de pobreza e indigencia de la población. Desde 1942 a la fecha promedia un 35% anual, alcanzando este año al 50% de los habitantes (Indec).

Otro bien social que marca puntualidad sin mácula, es el deterioro de los niveles de educación, formación y capacitación de niños, jóvenes y adultos, cuyo origen puede datarse pocos años después del retorno a la vida democrática. La debacle resulta tan evidente que los espacios escolares han dejado de ser “templos del saber” para convertirse en ámbitos de contención y de alimentación para una mayor cantidad de menores necesitados de lo más básico que demanda su supervivencia. Se debe incluir también, la contención afectiva del educando, esquivamente presente en sus ámbitos naturales de socialización y familiaridad.

En Argentina está harto comprobado que cuando crece la economía, decrece la ciudadanía y cuando decrece la economía, se incrementa la preocupación ciudadana. Así las curvas de los bienes económicos como la de los bienes sociales se mueven y edifican en forma decididamente inversa.

Bienes económicos y bienes sociales padecen, al parecer, un divorcio irreconciliable en nuestro territorio y no logran coordinar esfuerzos para avanzar en una misma dirección.

De la totalidad de lo producido a nivel nacional, la mayor parte se la lleva el consumo interno, otra parte se exporta y lo que resta, el denominado exceso no consumido, es el que determina según sea su destino, la velocidad de crecimiento y desarrollo del país. O, en su defecto, su deterioro y decadencia.

Resulta evidente que, si al exceso no consumido se lo asigna a la inversión productiva, en condiciones normales, al año siguiente existirá una mayor cantidad remanente. Si además se le adiciona una conciencia social solidaria, lógica y racionalmente estructurada; una parte, pero sólo una parte del excedente se destinará a la asistencia social, en beneficio de los más desfavorecidos.

Distribución.

El error, ya consuetudinario, de nuestra clase dirigente, está en considerar a esta forma de distribución, no como un complemento de la inversión imprescindible para sostener el crecimiento y desarrollo del país, sino como un sustituto unívoco e irreemplazable de ella. Así, indubitablemente, ideología mata sentido común.

La lógica consecuencia es que, si la distribución de lo que haya, absorbe la totalidad de los recursos destinados a la inversión, lo que se obtura definitivamente son las posibilidades y alternativas de progreso.

En el límite, sin excedentes de ningún tipo, no habrá nada para distribuir.

A nadie.

“Mucho dinero y poca educación, es la peor combinación” – Anónimo