Fue empresario, industrial y quebró varias veces; Milo Lockett, el hombre que entendió todo
13/11/2022

Se ubica entre un artista Peter Pan, que se resiste a crecer, y un outsider que no está cómodo en ninguna zona de confort, y apuesta al desafío de arriesgar y no le molesta perder ni dinero, ni proyectos ni sueños. Pero prefiere no hacerlo y apuesta e innova. Es el constructor cotidiano de un imperio de decenas de productos que trascienden el arte mismo y se lleva muy bien con el mercado -rara avis en el mundo del arte- y no le molesta decir que desde el primer minuto quiso vivir de sus obras. Hijo del fracaso, del empuje y de un espíritu emprendedor encomiable, es hoy un ícono que magnetiza a todos los públicos que vienen a tocarlo, a mirarlo, a comprar su pintura, a sacarse una foto con él como si fuera Messi o Ringo Star. Él lo llama empatía, y allí reside su secreto, quizá mucho más que en el talento o el misterio. Una mirada por la hendija de su puerta al fascinante mundo del Milo Lockett. Gustavo Sánchez Romero / Dos Florines
Apenas restan 15 minutos para las imaginarias campanadas de la medianoche y el día se desdibuja subterfugio del calendario. Es 11 de noviembre y él no duda en arrodillarse, en un gesto seguramente involuntario de su impenetrable concentración, y ajusta el color al pie de la tela que parecía terminada, al menos, una hora atrás.

Retrocede unos pasos y parece abrazarlo cierta conformidad. Mira la obra, se frota las manos escondidas en decenas de colores y se encamina a sentarse a continuar con su Cynar, con tónica y limón. Pero no puede. Como no pudo en las últimas 15 horas. Falta un cuarto aún para concluir una jornada maratónica -donde fue la figura central de la Noche de los Museos y Galerías de Paraná, en la edición 2022- y él parece sostener con su cuerpo los minutos que le restan al día sin importarle.
Cumple su contrato tácito con su público a rajatablas y la sonrisa incondicional no se desdibuja, como si estuviera atada con dos hilos de oro de sus grandes orejas o a ese cabello irreverente que apenas se mece por la brisa cálida de viernes que ingresa con timidez por el pórtico de calle Urquiza, en la Galería Flamingo, de una extrañamente movilizada jauría de paranaenses van a por él como si fuera una pieza única e irrepetible. Entonces el artista no para, no duda, no cede. Deja el Cynar sobre la mesa, otra vez sin poder despuntar un sorbo, y se levanta para una nueva y ya incontable selfie. Hay empapados nuevos abrazos de admiración y esos insípidos comentarios de quién no sabe qué decir ante su ídolo. A él no le importa. Ejecuta el rito con compromiso agonal.

Milo Lockett se había levantado esa mañana a las 4. Llegó a las 9 del viernes al aeropuerto de Sauce Viejo, y desde ese momento ejecuta la partitura que mejor conoce, esa que llevó en pocos años a ser el artista plástico más masivo, querido y requerido de la insípida industria de la pintura nacional.
Es un personaje entrañable que ejecuta una partitura de la que no falla ni una mínima nota: la de generar fascinación en las personas, pero especialmente en convertirse en tótem vivo que magnetiza a los niños. Tiene un talento visceral, una personalidad fascinante, una paciencia franciscana para tratar del mismo al intendente -actividad que realizó ni bien llegó a la ciudad- como al gurrumín más insustancial que apenas puede balbucear su admiración y que llega a abrazarlo con un librito con sus inconfundibles figuras desorbitadas y hacer sentir a ambos como un entrañable e incondicional amigo.

Pero, especialmente, se muestra como un cuidadoso orfebre del vínculo humano, del insondable lazo que se produce y que él riega afectuosamente con meticuloso método. En eso está, todavía, más de 15 horas después de haber puesto su primer pie en la ciudad, justo cuando el día quiere descolgarse del calendario y él lo sostiene con sus hombros.
Lo que sucedió este viernes en Paraná no encuentra registros cercanos. Según los organizadores de la noche -donde pintaron en vivo junto a él Guillermo Hennekens, Jorgelina Parkinson y Raúl González y que lograron obras de altísima factura- más de 2000 personas circularon por la Galería Erarte, de Amilcar Damonte, y abarrotaron un espacio que, desde las 18 se vio agobiado en busca de esa especie de celebritie que construyó una Pyme sobre sí mismo.
Pintó, para beneplácito de todos, dos obras grandes en el transcurso de la tarde, y cada una se vendió en mil dólares, suficiente para cubrir todos los costos implicó la inusual movida artística en la ciudad.
Milo Lockett tiene un equipo de unas 10 personas, su agenda está desbordada, trabaja todo el día, incluido los domingos en su atelier de Tigre, a unas pocas cuadras de su casa; construyó una marca que vende como curitas en una procesión -dice que le gusta la palabra commoditie-; incurre y penetra como una daga en mercados tan diversificados que trascienden los marchands, las telas y las galerías. Tanto es así que tiene varias franquicias distribuidas por el mundo, su arte recorre decenas de formatos y soportes e, incluso, es el primer artista latinoamericano en ingresar al mundo del metaverso con Miloverso, un esquema de NFT vinculado al arte con más de 100 imágenes que ya le generan pingües ganancias. Las empresas se pelean para asociar la marca a su arte, y tiene ofertas de viajes que lo volverán a llevar de nuevo a varios países europeos en los próximos días.
Pero este chaqueño de 54 años es, antes que nada, hijo de sus propios fracasos. Un tozudo que fue empresario, con varias iniciativas en los ’90 que nunca anclaron en el éxito, y terminó su carrera como hombre de negocios con una industria textil, con más de 25 empleados, que fabricaba remeras y en 2001 debió bajar las persianas perdiendo sus últimos morlacos. Milo Lockett se construyó a sí mismo, y es hoy un fenómeno al que hay que ver en movimiento interpretando su mejor partitura para aplaudirlo de pie y pedirle otra, y otra, y otra.
Alquimista de su propia imagen, prestidigitador de sueños y frustraciones ajenas, Milo Lockett entendió todo. Y cómo lo entendió a partir de cultivar lo extemporáneo a la obra misma, es la arte y parte para explicar el fenómeno que genera. Cuando todos van con el higo en la mano, él ya volvió con el dedo en el frasco de mermelada.

Secretos.
Hay un concepto que prefiere nombrar bajito, casi imperceptible. Quizá porque es su abracadabra o porque la considera muy sobredimensionado. Pero créame, cualesquiera sean las representaciones que haya de ella en la sociedad, Milo Lockett hace culto de ella: empatía.
Se la escuché dos veces en el día, la última ya bien entrado el sábado, con su (nuestro) enésimo Cynar, cuando el mágico mundo en el que antes pululaban decenas de almitas queriendo llenarse los ojos de su magia, o arrebatar, como quien caza una mosca, un pedazo de la salvación que emana de su arte en el aire como una lengua del espíritu santo.
La madrugada no impide que sus groopies visuales sigan entrando a la galería por la pincelada de amor de su artista. El se levanta, los saluda, accede a nueva selfie y conversa un rato. Vuelve a sentarse y lo dice bajito, como para no develar su abracadabra. “Eso es la empatía”, dice.
Pero volvamos para atrás e indaguemos acerca de la gran capacidad de convertirse de en un frustrado empresario textil en un ícono del arte nacional que ya no conoce fronteras.
-¿Cómo impactó tu frustración empresaria e industrial en su proyección artística?
-Para mí fue un hallazgo con los años darme cuenta que si no me hubiese pasado eso que me pasó en el 2000, no hubiese tenido la carrera que tuve en el mundo del arte. Yo fabricaba remeras, dentro de la industria textil, en Chaco, y cuando me fundo, tenía 32 años. Lo más importante de lo que me di cuenta es que no tenía más nada que perder, ya había perdido mucho. Yo soy una víctima del 2001. Y cuando no tenés más que nada que perder, te animás a cualquier cosa. Atravesé el miedo, y eso es algo que de lo que siempre hablo porque el miedo te paraliza. El vértigo te sucede en las rodillas. Todo el mundo piensa que el vértigo es algo que sucede cuando mirás cenital desde una altura hacia abajo. No es así. El vértigo sucede en las rodillas y te paraliza las piernas. El miedo es eso. Uno no puede moverse. Cuando atravesás el miedo, cuando das el primer paso y lo cruzás, está todo para ganar. Yo no tenía ya nada que perder, y fue entonces cuando me dije: “Cuánto tiempo más voy a esperar para hacer algo que me gusta”.
-¿Había estudiado de niño?
-Toda la vida había dibujado y pintado, pero escuchaba que “de eso no iba a vivir”, “de qué iba laburar”. Ese discurso estaba metido en mi cabeza. Yo siempre pensaba que iba a trabajar de cualquier cosa y que al final de mi vida, en mi jubilación, finalmente iba a poder pintar y hacer lo que me gusta. Ese era mi proyecto de vida.
-¿Perdió mucho dinero?
-Sí, perdí todo. Lo único que salvé fue la casa familiar. Estaba casado, tenía una hija. Fue duro para todos. Era una locura. Cuando le dije a mi familia que iba a dejar todo y me iba a dedicar a pintar, se preocuparon. Pensaron que el estrés del momento me había generado un surmenage. Yo quería cambiar, hacer otra cosa. Incluso tenía la posibilidad de quedarme con plata pero opté por pagar, fui a concurso de acreedores, pero pagué todo. Me despojé de todo. Estaba agobiado de esa economía. Tenía casi 25 personas a cargo. Perdí tres departamentos en ese momento. Fue duro. Había trabajado mucho, había hecho las cosas bien. Construí de a poco mi empresa, no la heredé, la construí yo.
-¿Se ve como un emprendedor eterno?
-Sí, siempre fui emprendedor, y lo hecho muchas veces y con mis mejores armas.
-¿Se considera una Pyme en sí mismo?
-Me considero una Pyme del arte. Sigo siendo un artista emergente porque vivo en un país emergente.
-¿Le complicó llegar de una ciudad todavía más emergente?
-Hace diez años atrás pensaba que eso me había jodido la vida, pero en los diez años posteriores llegué a la conclusión que gracias a haber estado en un lugar tan hostil, me convertí en un sobreviviente. Me curtí el cuero y adquirí un bagaje especial. No importa cuántos son, sino que vengan, que vayan pasando (Ríe). Aprendí mucho. Tuve distintos pensamientos en distintas épocas. Al principio tuve una idea del arte, luego tuve otra. En un momento escuché lo que decían del mercado, de la galerías y después me corrí de ese lugar. Una de las cosas que aprendí es que cada vez que uno se corre del lugar de confort aprende a tomar una herramienta nueva para sobrevivir, para reconvertirse. La única forma de reconvertirse es salir del lugar de la comodidad, de la estabilidad.

Reconversión.
Más de 20 años después parece que en realidad el esquema ha virado muy poco. Es exitoso, y mucho, cambió de plataforma, de modelo, de soporte, y ya no son remeras, sino telas, entre otras superficies.
Cuando se le pregunta cómo fue que se largó a la aventura describe que primero se paró frente a la tela en blanco, construyó su obra y recién ahí se preguntó qué hacía con eso. “Yo quería vivir de eso y no hacer otra cosa. Era gracioso porque me ofrecían trabajos serios y yo los rechazaba. Estaba muy mal económicamente, y me di el lujo de rechazar trabajos buenos. Era imperioso que respondiera a la pregunta si lo mío iba a funcionar o no. Por entonces sólo tenía tiempo, y era lo único que podía perder. Hoy, por ejemplo, es lo que más valoro. A la distancia puedo decir que hice un camino hermoso, un recorrido muy lindo, y cada cosa que quise la hice dentro del arte, y sigo haciendo cada cosa que quiero”, se confiesa, así, como quien no quiere la cosa. Milo es, para empezar a conocerlo y antes que nada, un desestructurado, lejos de cualquier formalidad o almidón, charla en una entrevista periodística como lo hará cuando el grabador se apague.
No es fácil compartir con él por primera vez tiempo y espacio. Ni hablar de su velocidad. Vive como habla y como fuma. Todo rápido, pero tierno y atento. se preocupa por que sepas que te mira, que te escucha y que está cómodo a tu lado, entre decenas de personas que vienen y van en su derredor. Esa es su cuota de empatía para quien no busca una selfie con él.
Caminamos unos metros por calle Urquiza y me toma del hombro, me mira y me dice: “Vos sabés que le compré un regalo hermoso a mi mujer en esta joyería; y no lo vas a creer, pero justo iba caminando y encontré en aquel negocio unas remeras mangas largas del Hombre Araña con gorrita. Nunca vi con gorritas esas remeras. Le compré a mi hijos, cuando se las dé no lo van a poder creer”.
Entonces, de pronto advierto – lo que me que permite entender mejor ese inasible e inabordable sujeto- que Milo Lockett que no sabe que es Milo Lockett. No quiere vivir como Milo Lockett, ya que si lo hiciera sería insoportable. Entonces se niega a sí mismo. Anda por la vida con su jardinero con huellas de pinturas hasta en el cierre, sin importarle nada la mirada de los otros. Es un aquelarre diurno y rimbombante que camina por una epifanía permanente, un mundo mágico al que te permite o no ingresar con una clave silenciosa: su mirada de aprobación.
-Le molesta la seguridad, por lo que veo- le pregunto infiriendo la respuesta; y sólo lo hice para conocer cómo se mueve en el mundo de lo cotidiano, y cómo lleva su inquietud a una obra dinámica, provocadora, que se disfraza de puerilidad para afobetear los dogmas.
“Sí, me molesta muchísimo estar seguro de algo. Me encanta saber qué es lo puede pasar. Me gusta construir más que tener. Me apasiona el desafío, que es lo que te convierte, en definitiva, en más arriesgado y creativo”.
Cuando nos subimos al muro que separa su vida de su obra buscando saber si en la segunda se refleja la primera, es contundente, y su cosmovisión es artística, pero básicamente política y filosófica.
“A ver… hay un error de concepto con las obras y los artistas. Muchos creen que tienen que relatar su vida a través de sus obras, que es válido, en algunos casos. A mi el arte me salvó la vida, y no tengo porqué arruinarlo con un mal día mío. El arte no tiene la culpa de nada. Y entonces hoy es todo negro, sufrimiento, porque mi obra debe reflejar lo que me pasa… No creo que funcione así.
-Por su obra, ¿Se considera un outsider o un artista Peter Pan, que no quiere crecer.
-Soy un poco Peter Pan en algunas cosas, y soy un outsider todo el tiempo. Siempre me corro del lugar del centro.
-¿Lo hace como estrategia o es genuino?
-Es genuino, y lo es porque no le tengo miedo a las pérdidas, de hecho pierdo mucho todo el tiempo con cada cosa que hago, y eso me hace redoblar las apuestas.
-En este mercado donde hay mucho de snobismo, su falta de circunspección es casi una provocación…
-No lo sé, yo ya pasé por esa etapa. Hoy estoy en otra etapa y me gusta esto que estoy haciendo hoy. Me gusta lo que pienso hoy sobre el arte. Me gusta llevar el arte a zonas inhóspitas y me abrió la cabeza. He trabajado en escuelas de montaña, en Villa Mercedes, en San Luis, en las sierras cordobesa, en la Patagonia, una escuela de chicos especiales en Neuquén…
-Es como Bono, de U2; un activista disruptivo…
-Jajaja, me encantaría. Si me ponés eso en la nota me caigo de espaldas. Vos imaginate llegar a un lugar como la ciudad de Iluminé y que te espere una señora muy grande con un poema escrito para vos. No tiene precio.

Orígenes.
Milo Lockett es Emilio Lockett. Apellido de origen irlandés. Su hermana, que hoy es editora de libros, de niña no podía mencionar la vocal inicial y le deformó el nombre. Habla de su hermana con mucho cariño, y dice que le gustó el sobrenombre y lo lleva con honor. Remite con nostalgia a su padre, un contable, administrativo de empresas que fue espumador en una fábrica de colchones en Resistencia; gerente luego de una empresa del Grupo Trapiche y miembro de la Red Megatone. Dice que sus padres siempre los estimularon y pone a su hermana menor como una ejemplo palmario de ello: “Mi hermana más chica estudió iluminadora de teatro, en el Chaco. Te imaginás que había dos en toda la provincia. Pero cada vez que había una obra de teatro en que trabajaba mi hermana, mis viejos estaban en primera fila aplaudiendo. Y…. tenemos que apoyar, decían”.
De su madre recordará un episodio barroco y casi inverosímil. Cuenta cuando ya estaba dando los primeros pasos en el arte, llegó un intendente de una ciudad cercana a felicitarlo y comprar una obra suya, y que su madre al notar el episodio le gritaba de lejos: “Milo, aprovechá y pedile que te dé un trabajo”.
Por eso yo le digo a mis hijos (tiene cuatro) -explicará tras cartón- que de ellos puedo aceptar cualquier cosa, pero lo único que no acepto es que me digas que no podés. Prefiero una persona que se equivoca, y se equivoca y se vuelve a equivocar.
-¿Cómo se lleva con la fama?
-Me llevo bien porque me agarra de grande. Si bien hace 10 años atrás era un poco más soberbio, aprendí a trabajar la soberbia y la humildad me parece más cercana que antes. Lo aprendí. No porque me haya caído, porque a pesar de los tropezones mi carrera siempre fue para arriba. El único tropezón grande fue el Covid.
-¿Qué relación construye con el mundo externo, los artistas, los medios de comunicación…?
-Y…. recién vengo de hacer una gira por Neuquén, y la gente me recibía, me esperaba, e hicimos un mural, dimos una charla. Al principio te reciben como un rockstar, pero a medida que pasa el día te convertís en un activista del arte. Me gusta más ese rol, el de poder llevar el arte, visitar la gente y darle un abrazo a los otros que pensar más en mi obra. Hoy a la mañana me pasó algo mágico en la galería de Amilcar (Damonte, dueño de Erarte). Yo no vine sólo a pintar un cuadro, quizá sea sólo una excusa. Pero sí vine a darle un abrazo a ese chico que me esperó una hora para sacarse una foto conmigo. Cuando me vio se paralizó, y los ojos le hicieron así (se los abre con ambas manos) y yo lo abracé y nos sacamos una foto. Creo que no se lo olvidará en su vida. Tendrá 50 años, yo no voy a existir, y él guardará ese recuerdo y dirá que lo esperó a Milo y que él lo abrazó. No dirá que fue un buen o mal pintor.
-¿Qué ve la gente de su arte?
-A la gente le pasan muchas cosas con el arte. A veces es difícil porque a los artistas nos cuesta comunicar. No somos muy extrovertidos. Generalmente el ego es demasiado grande y nos volvemos impenetrables. Yo creo que conmigo la gente materializa con mi obra ese abrazo del que hablamos recién, esa empatía que creo que se logra humanamente, más allá de lo artístico.
-¿Qué cosas le siguen sorprendiendo de lo que genera su arte en la gente?
-Yo era fanático de Francis Ford Coppola, y pude conocerlo por mi arte. Fue una puerta que se abrió y dije uuuaaauuu. Él se apoyó en una vidriera del Centro Cultural Borges porque vino al país a grabar una publicidad, en la calle Viamonte, en el año 2005 y pidió que le abran el edificio para ver mi obra que estaba expuesta. Yo estaba durmiendo en el hotel del Centro Cultural y estaban grabando dos spots de chocolates suizo. Y ese día me compraron 15 obras, que yo calculo que él pidió que me las compren, cuando se enteró que era chaqueño, pobre y emergente…
-¿Hace análisis?
-Sí, una vez por semana me encuentro con mi psicólogo. Hablo de todo. Ahora estoy haciendo una terapia que se llama practicista, y consisite en abordar un problema puntual actual y resolverlo.

Estilo.
Milo Lockett no dudará en decir que obra no es surrealista y que en un primer momento se identificaba con lo que se llama el Art Brut (Arte Bruto), un movimiento de los años ’70, con un referente insoslayable como Jean Dubuffet, un francés que creó un movimiento donde no se aceptan las normas. Pero también reconoce influencias de muchos artistas de las nuevas generaciones, y entre ellos lo ubica a Jean-Michel Basquiat, un portorriqueño que emigró a Estados Unidos y murió a las 27 años, y que entendía el arte como compulsión.
“Hoy es más grafica mi obra. Soy enemigo del borrador porque genera mucha inseguridad. Hay que dejar que los niños se salgan del renglón, ese no es un defecto, y en todo caso se arreglará con el tiempo”, prescribe como un cirujano.
Su arte parece caótico, internamente abrupto y desbocado, pero está siempre contenido por el filete negro, y él acepta esa prescripción como parte de su estilo. Entiende, y lo dice de viva voz, que el formato de 30 x 30 centímetros de su obra es el que el gusta más. Y asegura es que “es un tamaño que lo puede adquirir cualquier persona y no se quede afuera”.
-¿Le gusta ser masivo?
-Me encanta, disfruto mucho cuando viene alguien y se lleva un cuadrito así, creo que hasta me excita ver la cara de felicidad de alguien que muestra su felicidad por poder llegar, ¿Me entendés? Yo sé que le costó muchísimo. Cuando querés algo que te parece inalcanzable y de pronto lo lográs. Por eso para mi una de las cosas -y muchos se ríen en alguna galería cuando les digo que conmigo no quieran discutir de dinero-… Porque me pueden correr con cualquier cosa, menos con plata. Con plata no. No es una cosa que el dinero me maneje. Todo lo contrario. Si me contás una buena historia quizá me sacás más que si me peleás el precio. Yo no tengo problemas con eso. Lo que no quiero es que te lleves un cuadro más chico porque te sale un poquito más caro uno más grande. Prefiero que te vayas contento. Te lo fío… pero si nunca me viste…. me ha pasado, no importa, lleválo, confío en vos.
-Pinta figuras con cabezas grandes, ojos firmes, descentrados, muchos animales… y algunos chicos le han dicho que pintan mejor que usted…
-Sí. Es hermoso. Que me pase eso me encanta. A lo mejor se acerca un tipo que es artista y no se anima a decirte “Che, lo tuyo no me gusta”. Te adula. Pero viene un chico te dice: “Milo Lockett, yo dibujo mejor que vos Milo Lockett. Mirá mi dibujo”. Es genial que lo pueda decir.
-¿Cómo organiza su empresa Lockett S.A., dicho con ironía?
-Tengo un equipo de tres ayudantes, son personas que trabajan, que cobran un sueldo, hay uno que está conmigo hace 13 años. Después la tengo a Paula que está conmigo en la galería y ella ordena todo lo que es agenda y ventas. Agustina está en la parte de comunicación y atender las redes sociales. Tengo una contadora, y mi mujer que también es pintora, que hace su propia obra, pero me ayuda mucho con mis cosas.
-Si le proponemos liderar un proyecto industrial, con presupuesto e infraestructura; ¿Lo toma?
-Sí, claro. Seguramente sí. Me fascina la industria. Yo podría haber fabricado un escarbadientes o una computadora. Me da lo mismo. Lo que me gusta es el proceso. Cuando armo mi última fábrica, que me fundí, lo que más me gustaba era que había logrado armar un tablero y llegaba primero y prendía las luces y se iba iluminando el salón área por área. Tas, Tas, Tas… me encantaba ver eso. era cinematográfico. Y me levantaba a las cinco de la mañana para hacer eso, porque en el Chaco a medida que avanza el verano amanece muy temprano. Hice varias industrias, me fundí muchas veces, tuve varios emprendimientos que no funcionaron, pero no decaía. La última fue la de las remeras. Y la caída fue muy grande, porque venía en subida y fue un golpe fuerte. Tenía todo el proceso. Me gustaba todo eso. Me gustaba que llegue el camión con los rollos de tela, bajarlos, el proceso me apasionaba. A lo mejor no me gustaba tanto ver la remera en el stand con la etiqueta como ver cómo se hacía. Discutir con el cortador, elegir la tela, estirar, ver cómo estira la tela, o putear cuando te equivocás en un corte y sale mal una manga.
-¿Ve una analogía entre el proceso industrial y su propio proceso creativo?
-Sin querer, e inconscientemente, yo trabajo de manera industrial. Por eso me puse un límite. No crezco más que esto, trato de manejar una escala, porque si me das 200 metros, hago 200 metros. Si me das 500 metros, los hago. No me alcanza nunca.
-Hay una pregunta de rigor que a muchos no les gusta que se las haga…
-(Se anticipa a la pregunta riendo a carcajadas)… Sí, soy millonario en tiempo, disfruto de mi dinero y facturo muchísimo (vuelve a reír, también a carcajadas)
-Entre las cosas que usted entendió, y se me figura que entendió todo, es que no puede pensar como otros artistas en relación a que la obra circula por un lado y el dinero por otro…
-Antes de empezar entendí eso. Me dije un día: “Quiero morfar de esto, ¿Cómo debo hacerlo? Mi familia y mi mujer me bancaron mucho en eso.