AL DÍA

Puiggari: “En lo económico, debemos prepararnos para lo peor”

El arzobispo de Paraná analiza la pandemia y sus secuelas, la angustia y el miedo, la realidad social, el Gobierno y los reclamos de la Iglesia a la cuarentena. Gustavo Sánchez Romero

Cuando su único asistente y compañero de vivienda desciende el puñado de peldaños de la escalera de piedra caliza oscurecida por el tiempo y me abre la reja de la calle Etchevehere, son las 11.30 del viernes. La casa del Arzobispado se brinda ante mí por primera vez. Sin dudas, en uno de los puntos más exquisitos de la ciudad. Esa vieja y armoniosa construcción que -me dirá luego cuando me la enseñe totalmente- el general Perón le regalará a la Iglesia durante el primer Plan Quinquenal, no tiene precio inmobiliario. Con un irrepetible estilo neocolonial, las mayólicas dominan los patios bajo una vid de uvas chinches y hojas secas. Las habitaciones, definidas por muebles artesanales de roble oscuro, dibujan un estilete de diseño convocante y que transporta en el tiempo.

La húmeda bruma y el silencio imperan en el umbral del mediodía. Mario me promete un café y espero en el recibidor donde no puedo evitar husmear los libros que se apilan en derredor de una larga mesa de madera blanca. Al azar tomo uno y cae en mi mano una biografía del Momo Venegas, el malogrado sindicalista rural, que está autografiado por el autor, cuyo nombre no retuve: “Al querido Juan Alberto Puiggari, arzobispo de Paraná”, reza en letra mayúscula con tinta azul.

No avanzo. Lo devuelvo al anaquel en el preciso momento en que se presenta en la sala esa figura menuda que, con gesto afable y gentil, tiene el primer impulso al abrazo, pero de pronto reacciona y sonríe extendiendo el codo. No ha cambiado mucho desde la última vez que lo visité, en la Navidad de 2016, cuando accedió a una entrevista para hablar sobre los casos de pederastia que asolaban a la iglesia.

Menos pelo, más canoso, un tanto más lento, pero amable y pacífico como siempre. Su recuerdo me reconforta. La referencia periodística del encuentro es obvia, porque si bien no ha tenido en este tiempo irrupción pública, su palabra resuena hoy como un trombón en este océano de miedo, muerte y angustia que ha generado el coronavirus.

“Yo también tengo los horarios atravesados. Me cuesta dormirme porque me quedo leyendo hasta tarde y de mañana trabajo mucho con el Zoom y el Whatsapp con los sacerdotes y colaboradores. Además, no se olvide que tengo que encargarme de esta gran casa, limpiar, lavar, cocinar. La señora que nos ayudaba es población de riesgo y no ha venido este tiempo, así que no se da una idea el trabajo que implica encerar los pisos”, relata con risa indisimulable y cómplice.

Aun no enciendo el grabador y la charla se cae hacia lo inevitable. Me cuenta que acaba de hablar con el padre José María di Paola (el padre Pepe, el cura villero) y rescata que en estos tiempos aparece la solidaridad y muchas empresas y personas donan cosas para sostener los comedores y son momentos críticos en todo el país. No parece optimista, diría que más bien se infiere un sentimiento críptico sobre lo que pasa. Y entonces va la primera pregunta de rigor:

¿Está preocupado o con algún sentimiento especial en este momento de la pandemia?
—Sí. La verdad que sí. Estoy muy preocupado, te diría, por un montón de factores distintos. Desde ya que uno no se cierra a lo que pasa en Paraná, donde gracias a Dios en la Arquidiócesis hay poquitos casos, pero vemos en el sur de la provincia y en la Costa del Uruguay. Nos está preocupando el avance del brote. Esta realidad no puede permitirnos ser indiferentes con lo que pasa en la zona del AMBA y mucho menos con lo que pasa en el resto del mundo. Como sacerdote no puedo ser indiferente, y hay una frase que grafica este sentimiento: Nada de lo humano me es indiferente. En Brasil muere una persona por minuto. Además, porque sabemos que esto traerá consecuencias muy graves en lo económico. Creo que en lo económico lo peor todavía no llegó, y veo problemas serios en lo social. Hay mucha gente triste, angustiada que no aguanta más.

¿Lo dice por el tiempo de cuarentena?
—Sí. Yo no cuestiono la cuarentena pero es cierto que acarrea muchos problemas. Me conecto en forma virtual con las personas y converso con ellos. Me contaba el otro día una universitaria que vive en un departamentito así de chiquito (hace el ademán diminuto con las manos) y le cuesta mucho permanecer allí mucho tiempo. Ya vamos por los 90 días, y la gente está ansiosa, nerviosa…

Reclamo

Juan Alberto Puiggari sabe mucho por ser un pastor, pero más sabe porque ha llegado a los 70. No abandona la prudencia, valor principal que cuida no defraudar toda vez que abre la boca para descerrajar sus conceptos. Pero sería un error pensar que se pierde en eufemismos y galimatías. Dice y dice mucho. Propone el juego de las entrelíneas, y en estas respuestas se puede encontrar claramente qué parte le corresponde a Cristo y qué otra al César.

Siempre encuentra un intersticio para clavar una daga, sin apelar a ninguna metáfora. Y es contundente. “No cuestiono la cuarentena, pero no entiendo por qué no se nos permite brindar misa”, sentencia. “Yo no me quejo en lo personal, y no tengo derecho porque estoy en un lugar grande, con vista privilegiada, pero me preocupa todo esto. Preocuparme no significa que cuestione, porque en realidad creo que no hay otra alternativa”.

¿Ha dispuesto a sus sacerdotes alguna prescripción especial para el contacto con las personas?
—Sí. Estamos trabajando mucho y eso me pone muy contento. Hace un ratito estuvimos en un Zoom con un grupo de sacerdotes. Estoy conforme porque se puso mucha creatividad en un acompañamiento espiritual fuerte por los medios electrónicos. No podemos confesar, y si lo hacemos es con todos los distanciamientos y separadores, y seguimos sin celebrar misa.

Es paradójico, estamos hablando en una mesa a dos metros de distancia pero no pueden confesar con un mueble de por medio…
—Sí, por esta angustia y tristeza que se da en la cuarentena a mi me empezaron a llegar casos de conflictos entre hijos y los padres, en las familias, Etc. Ayer me contaba una persona que tiene a su mamá en un geriátrico y hace meses que la visita y la ve desde una ventana, y la viejita le hace señas para que pase a verla y él no puede entrar… hay cosas dramáticas. Yo entiendo, pero a veces me parece que nuestro pueblo necesita una contención psicológica. Para los creyentes, eso es fe, es lo espiritual. Los sacerdotes están haciendo esfuerzos. Se pasan horas mandando mensajitos por Whatsapp, los ministros rezan rosarios virtuales, llaman a los viejitos, los escuchan.

¿Pudieron mantener los rituales a través de la tecnología y la virtualidad?
—Sí, gracias a Dios. Es un gran esfuerzo para los sacerdotes. Pero nosotros pedimos la misa. Propusimos un protocolo, no pretendo misa para 100 personas, sino para 10 o 20, como pueden ir a bares y restaurantes. Eso es lo que nos cuesta entender. El protocolo está previsto: no hay beso de la paz, la eucaristía se entrega en la mano, se respetan las distancias… Está previsto que se usen barbijos, que haya alcohol en gel en el acceso al templo.

¿Ese protocolo ya está en manos del gobernador?
—Sí, está presentado a nivel nacional y provincial. Entiendo que son situaciones distintas. En AMBA es muy distinto de lo que pasa en Paraná. En esta zona hasta ayer no había casos de contagio. Hay sacerdotes que me dicen que en algunos pueblos la vida es absolutamente normal, y lo único que no existe es la misa. Y eso es lo que a veces cuesta comprender.

¿Está viendo algún fantasma detrás de esto?
—No, en absoluto. Pero sí creo que no hay una real valoración de lo que para la gente de fe significa la oración. El culto. Yo entiendo que para uno que no tiene fe, no signifique mucho. Pero el que tiene fe, sobre todo en estos momentos de angustia y miedo, ir un ratito a la iglesia y rezar y estar con el Señor, escuchar su palabra y un aliento le haría muchísimo bien.

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Avatares

Este porteño hasta la médula vive en Entre Ríos desde sus 23 años. Nació en 1949 en el barrio de Retiro, junto al río, donde imperaban las fondas arrabaleras y un florilegio de remozados conventillos abandonados cuando las familias patricias huyeron a los barrios altos de Palermo y San Isidro empujadas por la peste española de 1917. Pletórico de antiguos mostradores de mala muerte, su barrio le enseño las postales de multitudes corriéndose a los apurones para ver a Nicolino Locche hacia el mítico Luna Park. El ruidoso tranvía bajaba hasta el Puerto y él lo seguía de niño -recuerda- mientras jugaba en la Plaza San Martín, hoy abrazada por embajadas, oficinas de lujo y hoteles cinco estrellas. Estudió Filosofía en la UCA, cuando estaba ubicada en la muy resonada calle Cangallo, y un día se calzó el clériman. Entonces ya no lo abandonó. Este hombre, a la sazón obispo y guía de su grey, no rehuye de las preguntas difíciles ni de su posición pesimista, que a juzgar por lo que sucedió ayer, sábado, resulta premonitorio.

Y lo social, ¿cómo lo pondera?
—Quiero hacer juicios relativos porque he cumplido rigurosamente la cuarentena y no tengo contacto real con las personas. Pero si puedo decir que la gente ha hecho un esfuerzo muy grande, sobre todo en los primeros meses. Ahora me parece que esta situación de distanciamiento no es clara, y entonces veo que ha aflojado mucho el cuidado y se ven personas tomando mate de la misma bombilla, o paseando sin distancias. Tengo miedo que, como ha pasado en otros lugares, se pueda disparar el virus incrementando los contagios. Me parece que habría que ser más claro en lo que se puede y lo que no se puede. No sabemos si hay que andar con barbijo o no, cuántos pueden ir en un auto… Creo que se han relajado un poco las normas. Evidentemente como pueblo tenemos que tener madurez porque esto viene para muchos meses y si nosotros no nos cuidamos será casi imposible poder abrirlo. Yo también lo entiendo al pobre comerciante que tiene que vender para poder comer y pagar sus gastos.

No se lo ve muy optimista, en términos generales…
—Me desconciertan muchas cosas y he tomado la opción de no ver sobre el coronavirus en la televisión (se ríe)… hay algunos que son apocalípticos y platean todo mal, y están los otros que está todo bien. La ciencia misma se contradice y a veces no sabemos qué pensar. Al Papa, estos días le preguntaron, si creía que esto es un castigo de Dios y él le respondió: “Dios no castiga, Dios perdona siempre, el hombre, algunas veces; la naturaleza nunca”. El Papa viene advirtiendo cómo el hombre está destrozando la casa común. Si vemos que está tan bajo el Río Paraná, veremos que hay pocas lluvias. Por la tala indiscriminada de árboles. Hemos desforestado terriblemente. La ciencia tiene que tener el límite de lo ético, hoy se avanza sin ninguna barrera en todos los aspectos. Existe la versión que éste sea un virus de laboratorio. Nunca lo sabremos.

¿Qué le dice el Papa sobre esto, en la intimidad?
—El Papa lo que ha dicho ha sido público. Nos llama a colaborar y la Iglesia ha colaborado mucho y hemos asistido muchísimo en tanto que la gente se ha quedado en su casa e intentamos dar un sentido espiritual y aprovechar los tiempos para dedicarse un poco más a Dios. Pero al mismo tiempo el Papa nos interpela para que cada uno se pregunte qué hay que cambiar. Porque esta cuarentena forzosamente nos ha hecho pensar en todo aquello que hemos perdido. El tiempo familiar, el silencio, la valoración de la naturaleza, las pequeñas cosas. Nosotros tenemos un gran pecado como sociedad que es el consumismo extremo. Siempre más y más y nunca nos conformamos. Ese consumismo es fábrica de pobres. Decía Paulo VI: si tengo una gran torta y una pequeña parte come los tres cuartos de la torta, la gran mayoría sólo tiene un cuarto para comer.

Supongo que para los creyentes esto también obliga a ubicar las cosas en su real dimensión y el hombre vuelve a ser finito, falible…
—Absolutamente. El hombre creía que era poderoso. Tenía todo, ciencia, poder… y de pronto un virus insignificante en tamaño, invisible, complicó al mundo entero. Esto nos muestra que el hombre el limitado, y el único poderoso es Dios. Cuando en el universo tengo el sol en el centro, todos los astros giran ordenadamente; si saco el sol se arma un caos. Pasa lo mismo con la vida del hombre. Cuando Dios está en el centro, la vida se ordena. Pero cuando me pongo yo en el centro se produce el caos del egoísmo y la avaricia. Si ponemos otra vez a Dios en el centro, la vida iría ordenándose junto a la naturaleza. Yo entiendo que la naturaleza está puesta al servicio del hombre, como dice la Biblia, pero no de un grupo, sino de toda la humanidad. Estos días hemos visto florecer la naturaleza por todos lados. Podemos convivir pero siendo más respetuosos. En nuestro Parque Urquiza mismo, yo lo veo a diario. Han aparecido más verdes, hay pájaros, animales. Pero viene el hombre y atropella: picada de motos, música a todo volumen, y ese egoísmo atenta contra la naturaleza.

¿Cree, como algunos, que el hombre aprenderá de esta pandemia?
—(Frunce la nariz y sonríe) No soy tan optimista. Creo que hay parte de los hombres que aprendieron a valorar otras cosas, como la familia. Cuánta gente estaba alienada en su trabajo y de pronto redescubrió el tiempo libre y hace cosas constructivas. Cuántos han empezado a disfrutar de un buen libro, de la oración. Hay quienes van a aprender a que la vida hay que vivirla de otra manera. A muchos sucedió como al personaje (Mafalda, de Quino): “Paren el mundo que me quiero bajar”… y hoy es el momento de bajarme y recuperar mi vida. Reflexionar, una vida más humana, más feliz. En cambio, otro grupo social seguirá igual.

Límites

¿Cree que las consecuencias de la pandemia ya han llegado o hay que esperar algo peor?
—Yo creo que falta mucho. Hoy estamos en cuarentena, con miedos que nos paralizan, pensás dos veces cuando tenés que comprar algo, ves que lo negocios hacen lo posible para subsistir, endeudándose, postergando pagos, todos esperando la vacuna, porque la normalidad llegará cuando se conozca la vacuna… cuando me hablan de la nueva normalidad no la creo. No creo en una normalidad en que vigilen, que esté observado…

A ver, ¿puede profundizar este concepto?
—Se habla de la nueva normalidad, y yo lo acepto como una fase más de todo esto. He tratado de cumplir con todo. Pero yo lo veo como un paréntesis, no puede ser para siempre. Yo pretendo volver a la vieja normalidad, y espero no tener que estar pidiendo permiso para ver a un vecino o que nos estén controlando dónde voy con aparatitos que aún no se han usado en la Argentina.

¿Está diciendo que el Estado se ha excedido en los controles?
—En este momento no hago juicio por la situación, pero si esto fuera definitivo no acepto la nueva normalidad. Es una fase más. Hay una crisis y el Gobierno la va manejando de acuerdo a sus criterios.

Perdón padre, pero en la historia, la Iglesia ha sujetado así a los hombres durante siglos…
—Bueno, creo que la humanidad ha ido creciendo en la valoración de los derechos del hombre, y en este camino la Iglesia también. Si no sería una involución. Frente a la crisis tan grande que hay no me animo y me parece poco serio criticar las medidas. Uno no está, no tiene la información, no conoce. Y yo reacciono ante el argentino que se cree capaz de opinar de cualquier tema. Eso es superficial.

Juan Alberto Puiggari respeta el distanciamiento social por disciplina civil, pero también porque esta pandemia lo encuentra vulnerable dentro de la población de riesgo. Su profusa vida le impuso cargar con una diabetes que le exige controles y cuidados muy estrictos y que ya le ha generado algunos episodios cardíacos harto complejos con la colocación de nueve stents, nada menos. Da a entender que su impulso al contacto con su grey lo canaliza a través de sus sacerdotes, con quien tiene contacto permanente a través de la virtualidad y los elogia por su enjundia.

“Ellos son muy generosos y dispuestos, y me cuentan que el virus aún no corre. Los curas van y van y asisten en los comedores. Se han triplicado y cuatriplicado las porciones que se piden y hay que buscar donaciones y conseguir lo que se necesita a diario. Hay problemas en La Paz, Santa Elena y muchos lugares. Estamos muchas horas hablando por teléfono para contenerlos”, describe.

Y entonces vuelve sobre el concepto de solidaridad y define a los argentinos de un modo muy irónico, pero certero. “Nuestro pueblo es así”, adelantando que pone en duda si el ser nacional es sostenidamente solidario. “Yo lo pongo entre paréntesis. Es solidario cuando tiene que aparecer. Una inundación o un terremoto lo va a encontrar aportando y poniendo lo suyo, ahora en lo cotidiano no hay trabas para ponerte un parlante en la puerta de tu casa que no te deja dormir o ser muy agresivo en el tráfico. Nos falta esa solidaridad que hace a la vida cotidiana”, concluye.

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Pobreza

Si uno mira la historia advertirá que la pandemia de 1365, con la fiebre negra, que significó un quiebre en el curso de la historia, o la fiebre amarilla -por nombrar un par- tuvieron a la Iglesia con un rol central. En esta pandemia la sociedad da a Dios y la Iglesia un rol más marginal…
—Sí, es muy cierto lo que dices. En el mundo moderno, en la Argentina de hoy el lugar de la Iglesia es distinto a lo que era en otros momentos, por lo menos en la concepción de muchas personas y los dirigentes. Pero, gracias a Dios, la Iglesia, silenciosamente, ha trabajado mucho. En las parroquias, Cáritas ha trabajado, los pobres asisten y cumplimos con lo que podemos, contenemos. Uno quisiera tener libertad para poder ayudar más a la gente, pero en silencio la Iglesia ha estado presente. Nuestros cristianos tienen claro que la Iglesia ha estado. También ha aparecido mucha solidaridad. Hay muchas ONGs que trabajan por la gente, católicos o no.

¿Lo toma como un auxilio o un complemento a la Iglesia?
—Con muchos trabajamos en red con Cáritas, ayudándose y en eso se ha crecido. Y otras complementarias, pero sirviendo al hombre que en definitiva es lo que importa. Pero ciertamente no es como otras épocas donde la Iglesia era central y se veía a los curas o las monjitas ayudando a gente tiradas en las calles, o recogiendo los muertos. Nuestros sacerdotes han estado cerca de los enfermos, asisten a los velorios, muy tristes con muy poca gente. Es muy duro llegar al cementerio y que sólo pase el sacerdote y tres personas a hacer una oración y el resto queda afuera. Esto va a traer mucho dolor, y para eso tenemos que prepararnos. Cuando la pandemia pase no será alegre, va a dejar mucho dolor. Hay que estar muy preparados para la postpandemia, porque será muy difícil en lo económico pero también en lo humano. No nos puede encontrar indiferentes.

¿Cómo está Cáritas con los recursos, de dónde provienen, cómo se organizan, el Estado aporta?
—En algunos lugares trabajamos con el Estado y en otros no. La Iglesia se ha dispuesto al servicio de todos. En Paraná, Cáritas se ha reunido con el Intendente, con la Vicegobernadora, la Iglesia está siempre disponible. Hemos puesto a disposición del Ministerio de Salud lugares con camas si hay necesidad de aislamiento. Ahora si me preguntás cuál es el futuro, no me animaría a afirmarlo. Hoy tuvimos un Zoom con los sacerdotes para empezar a imaginarnos cómo sería el tiempo postpandemia. No tengo certezas. Con Cáritas -que se sostiene por donaciones y colectas- estamos para aportar, pero no podemos ni está en nuestro poder solucionar todos los problemas.

¿Le transmiten más pobreza, más marginalidad, más desesperación en el corto plazo?
—Si yo escucho lo que me dice la gente, sobre todo en Buenos Aires, veo mucho hartazgo, mucha angustia. En Paraná no veo eso todavía. Lo que sí es visible mucha gente de clase media que se sostenía con pequeños trabajos. El pobre, tiene más recursos, es más sufrido, soporta más a la crisis, es más fuerte porque está acostumbrado a que el Estado, alguna ONG o la Iglesia lo ayuden. A pesar de que nunca es suficiente y lo que uno quiere es que deje de ser pobre. Pero aquel que tenía su pequeño tallercito, su kiosquito está sufriendo mucho porque ve que desciende socialmente. A nosotros nos pasa que gente va con vergüenza y de noche a pedir comida. O los que buscan comida en los contenedores, cuando siempre trabajó. Viviremos momentos difíciles.

Aprendizajes

Hablando de pandemias; a la vejez, viruela. Puiggari cuenta que se amigó con la tecnología a la fuerza, y que debió aprender cosas inimaginables. Se ha hecho ducho en el arte del Zoom y el Whatsapp; se pone los auriculares y escucha charlas mientras hace las cosas de la casa. Hablamos de podcats y se interesa en el tema, e incluso confiesa que piensan en una plataforma digital de recibir donaciones porque la ausencia de misas y encuentros de cultos han retraído los ingresos de la Iglesia. La cuarentena también ha dejado sus efectos en las arcas eclesiásticas.

¿Cree que el Gobierno provincial hizo bien en no convocar a una mesa amplia con sindicatos, empresarios, iglesia, etc. para abordar la coyuntura?
—Veo la crítica que le están haciendo al gobierno nacional por esto. Yo creo que hay dos temas urgentes. Uno es lo sanitario que lo debe afrontar el Gobierno con los que saben; pero creo que hay que ir pensando en toda la situación económica y social que no puede esperar.

¿Espera un llamado del gobernador?
—No, yo no. Como iglesia tenemos una Pastoral Social que está muy activa en esto, y está formada por un laico y dos sacerdotes. Yo no digo que deba llamarnos, pero si me parece que debe pensar en el día después -quizá lo están haciendo, no lo sé, porque no todo lo no sale en los medios no existe-. Me imagino que estará pensando con economistas, sindicalistas y empresarios. No lo sé.

Una pregunta capciosa. En octubre se desplegó el Consejo Económico y Social del que participó junto a Monseñor Lugones, sindicalistas, economistas y empresarios. Pareció hecho a medida de Alberto Fernández. Ante esta crisis, ¿Por qué no se recrea para pensar la postpandemia?
—La Iglesia ponía la mesa y coordinaba. No hacía la convocatoria. La verdad que esto nos agarró muy de golpe, nos tomó a todos en frío y la medida fue drástica. Creo que fue buena y determinante. Francisco, en aquella oración tan impresionante, en la Plaza San Pedro, solo, en una imagen terrible, dijo: “En el barco, si no estamos todos, no lo sacamos adelante”. Este es un barco y el mar será muy tormentoso y necesitamos estar todos juntos. Hoy más que nunca todos los argentinos debemos deponer actitudes confrontativas. No es el momento con tantos enfermos. Todos los días las estadísticas nos hablan de 23 o más muertos. Son 23 hermanos que perdieron la vida, padres, hijos. No abordemos temas que sabemos que nos dividen, conflictivos. Deberíamos hacerlo por respeto a los enfermos, a sus familiares, a los que están muriendo.

¿Este tiempo le ha permitido a la Iglesia pensar sus problemas internos de manera distinta y sintieron un alivio al salir de la palestra?
—Nosotros estamos trabajando desde mucho antes y seguimos trabajando en las directivas que ha puesto el Papa en un documento que se llama “Vosotros sois la luz del mundo”. Precisamente para crear mecanismos internos en la Iglesia para estar atentos a que estos hechos tan dolorosos y que nos han hecho tanto daño no sucedan más. Es un punto de inflexión y lo vemos como una oportunidad para organizarnos con la comisión de protección de menores de la Diócesis. Se hacen muchos cursos con catequistas, sacerdotes, laicos y se forma a algunos padres. Para la Iglesia es un tema muy doloroso, pero vemos que lamentablemente es un tema mucho más amplio.

La entrevista termina a tiempo. Fue larga, pero profunda y dinámica. Monseñor Puiggari no se arroga el beneficio de la duda. Ahora se ofrece para hacer de guía a este cronista en un tour por la señorial casona. Hablamos de los muebles, los vecinos, la calefacción a leña y lo cara que está. Me cuenta de su bicicleta fija que usa regularmente y que extraña salir. No se resigna a la nueva normalidad. Tiene un único televisor que comparte con Mario en un living con un par de sillones protegidos por el hogar, ahora apagado. Se ve que gran parte de la vida sucede en una pequeña cocina donde come en una mesa pequeña, con dos sillas que alguna vez ocuparon las monjas que asistieron a los obispos. Nadie usa ya los comedores y las salas ataviadas de figuras de santos y crucifijos. Hay muchos libros. Me muestra la pequeña parroquia, para unas 15 personas. Nadie viene ya a escuchar las misas, temprano, en las mañanas. Sin embargo él las celebra religiosamente, valga la redundancia, con el alba. Una imagen de la Virgen de Luján señorea junto al púlpito. La sacristía es ínfima y se deja iluminar por un ventanal de dos hojas con un vitraux angelical que se ilumina con el sol de la siesta.

Ahora salimos. Ya es hora. Subidos a la pequeña terraza miramos el río y admiramos un regalo inigualable que ofrece el Paraná. “Dígame si no es el mejor lugar de la ciudad para poner una cervecería de las que están de moda ahora”, bromea. Mientras, bajamos las escaleras y abre la puerta de rejas. Se lamenta de una plaga letal que se ha ensañado con las hojas de los rosales de la terraza. Finalmente, me animo a hacerle unas preguntas fuera de agenda.

¿Cuánto hace que no habla con el Papa?
—Estuve en mayo del año pasado.

¿Lo vio más peronista?
—Nooooo (sonríe). Esos son inventos de ustedes los periodistas que mezclan todo… (se ríe a carcajadas)

Bueno… un poquito más peronista…
—Francisco es un hombre sin temor al conflicto, y hace declaraciones cuando las tiene que hacer.

Me extiende un codazo amable y cierra la puerta. Me voy con la misma sensación de siempre. La Iglesia dice mucho menos de lo que el periodismo quiere. Sin embargo, nobleza obliga, con un poco de buena voluntad y ejercitando el arte de la inferencia y la connotación, habrá para leer mucho más de lo esperado por mí, y lo deseado por muchos.

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