Las raíces y la altura de Daniel Kindebaluc, un año después

03/04/2022

Por Gustavo Sánchez Romero // Editor de Dos Florines ///

En la escuela primaria, en el albor, uno aprende como un juego de la geometría que un segmento es un fragmento de la recta que está comprendido entre dos puntos, llamados extremos o finales. Por aquellos años, lo aplicamos a un plano. Pero a medida que crecemos y el concepto queda incorporado, se ejecuta, sin advertirlo, en el tiempo. Esa extraña convención de los hombres que, paradójicamente, se sigue midiendo con el espacio.

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Es entonces que un año puede ser mucho o poco tiempo, de acuerdo a quién lo pondere y bajo qué circunstancias lo hace.

Lo que le dará profundidad a ese segmento estará fuera de él, y cuando se trata de la muerte, no es tan lineal. El alma humana se abrazará más o menos al recuerdo en virtud de cómo tiempo y espacio se hicieron carne durante los años anteriores.

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En nosotros –cosa que advertimos tarde- como en los ficus o los cipreses, la sombra de la copa se proyecta tanto como lo hacen sus raíces hacia la profundidad.

Este preámbulo me sirve para presentar lo que podríamos llamar un abstracto segmento de tiempo. Un año. Cada uno sabrá es si mucho o poco, cuando se mire para adentro.

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Esta semana se cumplió un año de la muerte de Daniel Kindebaluc, un dirigente y militante cooperativo que no tuvo el tiempo de su lado, injustamente, por cierto, pero que aprovechó cada minuto de su vida para dejar en las manos de sus pares un manojo de silenciosas acciones y valores que pujan por salirse por los aires, gritar, moverse, y reproducirse.

Podríamos convenir que se trata del primer segmento en el larguísimo derrotero de su recuerdo.  

No por tratarse de un tipo silencioso, somero y equilibrado, su ausencia puede considerarse menos aguda. Por el contrario, diría, que su memoria se impone a gritos sordos en la dirigencia empresaria entrerriana –y no sólo de su sector- justo en un momento donde la apatía, la atomización y cierto desinterés se apoderan de este aciago momento donde la desesperanza se apodera de todos y se hacen imprescindibles aquellos que caminan arriando los corderos hacia el mismo corral.

Reinicio.

La muerte vino por él de manera abrupta y desconsiderada. Fue el 31 de marzo. Se había preparado para el encuentro con la metódica fruición que le era propia, e inútilmente le había dejado a los suyos un manual para seguir sin su presencia.

Ha pasado un año y este cronista que lo admiró, escuchó y apreció humildemente puede sentarse al fin ante un teclado por primera vez, mirarlo a ojos y decirle que su huella y ejemplo es tan grande que pocos son pocos los que pueden usarla para avanzar en caminos tan difíciles.

No alcanza con ser un escribidor profesional cuando la Nuez de Adán te traiciona y se vuelve un Nudo Gordiano tan enrevesado, que ni siquiera te permite tragar saliva.

Un año ha pasado y tengo para mí que ha llegado la hora de saldar esta injusticia personal -pato o gallareta- aunque no pueda más que con estas deshilachadas e inertes palabras, las que sólo aspiran a un poco de empatía con su figura expandible, su honestidad inmutable y ese compañerismo inoxidable.

Esto no quiere ser un obituario. Ni siquiera un homenaje. Se trata, si se me permite, de una disculpa privada que toma vuelo público ante él por la cobardía profesional de no haberle gritado en su momento a quienes no lo conocieron. Con mayor velocidad debí decir que Entre Ríos estaba perdiendo una figura clave que había nacido en el campo, que fue un hombre de principios infranqueables por la estupidez de este tiempo, que sostuvo su vida en los pilares de su familia, que quiso ser contador público pero no pudo traspasar la línea final porque debió dedicarse a las empresas que habían desplegado décadas atrás sus padres y que decidió dedicarle sus horas a las cooperativas, esa particular herramienta de organización social que muchas veces queda presa de su propia inercia antropofágica.

Pero, fundamentalmente, porque fue mi amigo.

Silencioso, con poco apego a los gestos grandilocuentes, de palabras tanteadas previamente pero contundentes, cuando se dignaba a emitirlas, y no dudaba en dedicar gran parte de su tiempo al ingrato arte de la dirigencia honesta, en su caso empresaria.

Su ausencia más que un recuerdo, es una llaga. Esta sería una buena conclusión para definir este segmento de un año.

Fue un tipo bárbaro, y en su pueblo, Seguí, lo recuerdan con el desconcierto de un perro que no entiende dónde ha ido su dueño.

Han transcurrido estos meses y su histórico perfil bajo no parece ayudar a cargar este tiempo donde su certeza su vuelve imprescindible. La velocidad del paso del tiempo, no deja todavía más esa sensación de impavidez ante lo inasible.

Segmento.

En una gran recta, apenas se marcó el primer arbitrario e imaginario mojón de alguien cuyas hojas siguen subiendo y haciendo más visibles.

No ha sido fácil este segmento para sus amigos que lo guardan como él hubiese querido. No ha sido fácil para nadie.

Aun así, no creo que con estas burdas palabras haya yo podido cumplir en un ápice la infinita deuda que le guardo; deuda que no deja de crecer luego que, en su triste despedida, junto a su féretro frío y lejano, su querida esposa Carlota me abrazó y me dijo llorando sin contemplaciones: “Te quería mucho y yo veía su felicidad cuando me decía esa noche llegaba tarde, que se quedaba a comer con ustedes en tu casa”.

Es probable que sea por eso que debió pasar un año para que estos dedos se desentumecieran y se animaran a bailar inseguros sobre estas letras inmisericordes, expulsando, como puede, un montoncito de frases torpes que nunca estarán a la altura de ese hombre grandulón y sencillo. Créanme que no es fácil sentarse a contarle al mundo cómo es que una sabiduría especial echa raíces en su silencio, y no cesa un segundo en la honrosa tarea de formar una gran copa para guarecer a sus amigos.