ENFOQUE PORTADA

La trascendencia de las palabras

Por Ubaldo Roberto Domingo – CPN – Asesor económico, financiero y Pymes locales – Especialista en Sindicatura Concursal

Hay una suerte de fascinación en hablar y decir cosas sin sentido. En efecto, el ejercicio de esta condición, se ha convertido en una de nuestras célebres tradiciones. Somos reconocidos por los contenidos y las formas del discurso, por nuestra espantosa conducta al conducir, por el maltrato que avanza sobre la edad, la jerarquía o la reputación.

Es el experimento cultural populista, dando resultados: hacernos a todos iguales.

Basta asomarse y pegar el oído, en cualquier momento del día, a lo que fuese: conversaciones en algún salón concurrido, a una de esas mesas donde sirven ese café imposible, a una inquieta fila de un banco o al escuchar a periodistas desprovistos de la más modesta lectura.

La palabra, la comunicación, entre otras cosas, sirve para advertir y para impartir una enseñanza.

En un momento determinado de la evolución los hombres inventan la escritura. Podemos considerar la escritura como la prolongación de la mano, es decir tiene un sentido biológico. Se trata de una tecnología de comunicación vinculada a nuestro cerebro. Es una herramienta y es orgánica.

Como la rueda, el libro, las tijeras o el martillo: son instrumentos de los que no se puede hacer algo mejor. El teléfono celular, internet, el cine no son invenciones biológicas.

Borges dijo: “Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón”. Con eso el escritor sienta una base, es útil, puede ser evocada y sirve como una brújula.

Sin embargo, las palabras que hoy prorrumpen en la vida cotidiana –y por inevitable consecuencia arriban por medio del octavo par craneal hacia los centros de la audición– son interminables pegatinas de lugares comunes, prosapias sin propósito ni sentido, ríos de extravagancias que lo arrastran absolutamente todo.

Un perro negro y enloquecido ha tomado el control de la lengua.

Para demostrarlo, lo desafío a recorrer la mayoría de los canales de televisión durante los horarios de los programas, prime time, las telenovelas de la tarde o los de entrevistados y panelistas profesionales.

Por si esto fuera insuficiente, lo animo a revisar, la exposición cotidiana de legisladores, altos magistrados, líderes, jefes, sindicalistas y funcionarios, es decir, cualquier persona que debe trabajar sobre su discurso, porque –sabe o espera—que otro, le pondrá un micrófono en la cara.

Hay –por lo tanto– algo espantoso en la indigencia del lenguaje, la ausencia de hipérboles y metáforas, en la lujuria y escasez de sinónimos y antónimos, en esa cruda parálisis para elaborar la más sencilla de las síntesis, en esa brutal limitación para evitar redundancias.

Construir un discurso requiere esfuerzo.

Cuando –por fin– tímidamente se animan con los clásicos, pedalean en falso como monos, bufones de palacio, artistas en desuso, comunicadores devaluados, funcionarios huérfanos de bibliotecas –en cada una de las etapas de la vida–.

Es una frustración acercarse a cualquier conversación, en cualquier lugar, o en cualquier condición social, para advertir con horror, que se hable sin decir nada; sin la más modesta reflexión, sin la más sobria filosofía. Címbalos que no retiñen. Por supuesto existen excepciones.

Voy a dar dos ejemplos, para sostener esta tesis:

El 19 de noviembre de 1863, se celebró un servicio conmemorativo, en Gettysburg para dedicar el cementerio, a los 45.000 hombres caídos, en la sangrienta batalla, de igual nombre, durante la Guerra Civil Estadounidense. El orador principal fue Edward Everett, rector de Harvard, su alocución tenía 13.609 palabras y duró dos horas.

El impopular presidente Lincoln también fue invitado, como cortesía, para decir algunas palabras. Su discurso comprendía 261 palabras y sólo tardó unos minutos. Fue ignorado por los medios de comunicación locales y muchos de la multitud presente. Sin embargo, sus palabras constituyen uno de los párrafos más nobles, jamás dichos en la historia de los Estado Unidos o en el idioma Inglés. Y es el discurso más famoso en toda América.

En quinto grado –a partir de 1950– fue obligatoria su memorización y enunciación en todo el territorio de Norteamérica. El concepto de democracia, allí vertido, ha sido adoptado en el artículo 2º de la Constitución de la Quinta República Francesa.

Hay –por lo tanto– una diferencia entre la verborragia y la trascendencia de las palabras.

Homero es el autor indiscutido de la de las principales poesías épicas griegas — la Ilíada y la Odisea — Su nacimiento tuvo lugar durante el Siglo VIII a C. Pero he aquí un problema: Homero era ciego y no sabía leer ni escribir, porque hasta ese período de la antigüedad nada había sido escrito en Grecia.

Sin embargo, toda la épica grecolatina y en consecuencia la literatura occidental, encuentran su fundamento en estas obras. Homero procedía de una tradición de oralidad.