La remontada de los países emergentes

26/02/2018

El capital riesgo y las inversiones reactivan las economías que sufrieron el parón tras la Gran Recesión. Ignacio Fariza / El País

Los países del mal llamado tercer mundo no gustaban en los parqués de Nueva York o Londres. Corría 1981 y había que buscar una alternativa terminológica para referirse a lo nuevo: economías pujantes que, desde la periferia y desde niveles mucho más bajos de renta, empezaban a competir con el también mal llamado primer mundo. ¿Cómo hacer para aumentar el sex appeal de estos nuevos mercados a ojos de los inversores? Sin querer, la solución la puso encima de la mesa el economista del Banco Mundial Antoine van Agtmael en una conferencia al referirse a ellos como “emergentes”. Y bajo ese nombre han permanecido hasta hoy.

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La anécdota, recuperada por los técnicos de la aseguradora francesa AXA con motivo del 30 aniversario del principal índice bursátil del mundo emergente, el MSCI, ilustra el cambio de paradigma respecto a estas naciones en menos de cuatro décadas. La primera transformación evidente ha sido la composición del propio índice: a principios de los ochenta, Portugal y Grecia, hoy miembros de la zona euro, recibían esa etiqueta y quedaban encuadrados en el mismo saco que economías mucho más rezagadas como las de India o Indonesia. El segundo, el tamaño: en la actualidad los emergentes suman el 60% del PIB mundial, 20 puntos más que hace dos décadas, y reclaman su lugar en los principales foros de toma de decisión del planeta. El 80% del crecimiento de la economía mundial depende de lo que haga este ramillete de países, más del doble que a finales de la década de los noventa, y mucho tendrían que cambiar las cosas para que en 30 años seis de las siete mayores economías del globo no sean emergentes, según la consultora PwC. De entre las potencias tradicionales Estados Unidos es la única que aguanta el tipo frente al empuje de estas naciones.

REPUNTE.

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Tras la fuerte salida de capitales de muchos de los mercados en 2013 y el amago de crisis de la Bolsa en China en agosto de 2015, que levantó todo tipo de suspicacias sobre la salud de la segunda mayor economía mundial —pieza clave en el engranaje en los nuevos actores—, y la severa crisis brasileña, estos países han regresado a la escena con fuerzas renovadas. Tres motivos explican este retorno por la puerta grande: el mayor impulso económico del mundo desarrollado, el tirón de la demanda interna en sus propios países a medida que las clases medias crecen y la recuperación del precio de las materias primas, que en última instancia ha permitido la salida de la recesión de Rusia y Brasil, asegura Alejandro Werner, director del departamento del Hemisferio Occidental del Fondo Monetario Internacional (FMI). También han influido positivamente, añade Juan Ignacio Crespo, autor de Las dos próximas recesiones (Deusto), la acumulación de moneda extranjera en el periodo de vacas gordas y la reciente debilidad del dólar. “Excepto para Brasil, los últimos años han sido buenos en todos estos países, en gran medida por la cantidad de divisas que acumularon entre 2000 y 2008 [cuando estalló la Gran Recesión], un buen momento para las materias primas”.

Paradójicamente, 2017, un año marcado por el descontento social a lo largo y ancho del mundo —sobre todo en Occidente—, con los salarios estancados y la desigualdad nacional al alza, el mundo disfrutó de su primer año de crecimiento sólido y acompasado en todos los rincones del planeta. La crisis de deuda de la Unión Europea quedó bastante atrás y Estados Unidos va camino de encadenar su ciclo de crecimiento más largo de su historia: en marzo serán 105 meses de expansión ininterrumpida y si la tendencia continúa en poco más de un año superará el récord cosechado entre 1991 y 2001.

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Pese al susto bursátil de hace dos semanas en todo el mundo, que ha provocado a su vez un bache en la entrada de capitales en los mercados emergentes, y la mencionada madurez del ciclo en EE UU, que empieza a rondar en la cabeza de muchos analistas, 2018 empieza más o menos como terminó el ejercicio anterior: con todos los motores económicos del mundo activos, en buena forma y retroalimentándose entre sí. Buenas noticias para los emergentes.

EXPECTATIVAS.

El PIB mundial crecerá este año casi un 4%, según las cifras del Fondo Monetario Internacional (FMI), y entre 2018 y 2020 la expansión global debería estar más cerca del 4% que del 3%. Los riesgos —el regreso de las retóricas proteccionistas, la beligerancia de Donald Trump en su política exterior y el regreso de la inflación en EE UU y, en consonancia, el fin del dinero barato como referencia a seguir para los bancos centrales— continúan ahí y convendría no obviarlos. “Pero el escenario central sigue siendo el de una recuperación sincronizada de las economías desarrolladas y emergentes con una convergencia a sus niveles de crecimiento potencial”, subraya Ángel Melguizo, de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).

En el caso de las economías avanzadas, el repunte este año será del 2,3%. “EE UU, Europa y Japón han tenido un 2017 excelente y se espera que esta tendencia continúe. Y ese es un determinante principal de la buena marcha del mundo emergente”, subraya Alicia García Herrero, economista jefe para Asia del banco de inversión francés Natixis. En este contexto, el bloque de países emergentes y en desarrollo, como los cataloga el FMI, rozará en 2018 el 5% de crecimiento con los países asiáticos al frente. Si a su principal cliente, Occidente, le va bien, a ellos también les va bien. Con una ventaja adicional: a diferencia de los países ricos, los emergentes están en una etapa inicial de su ciclo, subraya Stéphanie de Torquat, estratega de Lombard Odier, en un reciente análisis.

El bloque de países en desarrollo no está exento de incertidumbre, pero sus Gobiernos parecen haber tomado el camino correcto en sus políticas. Al contrario de lo que sucedía en el anterior ciclo alcista de la economía mundial, que terminó abruptamente el 15 de septiembre de 2008 con la quiebra de Lehman Brothers, en los últimos años muchos emergentes han tratado de reducir su dependencia de Occidente. En ese cambio, y también en su buen momento actual, desempeña un papel esencial la creciente demanda interna “en línea con el fuerte aumento de las clases medias, algo especialmente cierto en Asia”, subraya desde García Herrero, que también es investigadora del think tank Bruegel.

DÓLAR.

2017 parecía ser el año de despegue del dólar frente al resto de grandes monedas internacionales. En la ecuación de los inversores estaba el fuerte crecimiento económico en la primera potencia mundial y la necesidad de la Reserva Federal de, antes o después, acelerar el ritmo de subida de los tipos de interés. Pero la victoria de Donald Trump en noviembre de 2016 dio la vuelta a la tendencia en el mercado de divisas: aunque el magnate republicano no ha ocultado su preferencia por un billete verde fuerte —sin tener en cuenta que eso sería un duro golpe para las posibilidades de exportación de su adorado sector manufacturero—, el dólar ha perdido un 15% de su valor frente al euro y cotiza a su nivel más bajo en más de tres años.Las grandes monedas emergentes —peso mexicano, real brasileño y rublo ruso, entre otros— también han recuperado terreno frente a la moneda estadounidense. En parte por la recuperación de las materias primas; en parte por los menores temores de ruptura del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC), vital para la economía mexicana; y en parte, también, por la propia debilidad del dólar. Esta también es una buena noticia para los países en desarrollo. Por dos motivos: reduce el coste de devolución de su deuda en dólares, en un momento en el que la subida de tipos amenaza con encarecer su financiación, y apoya la actividad económica global justo cuando más lo necesita —en el tramo final del ciclo en Estados Unidos—.

Según los cálculos de Gabriel Sterne, de Oxford Economics, la debilidad del billete verde agregará un 3% adicional a la tasa de crecimiento del comercio mundial este año, una variable de vital importancia para la mayoría de economías emergentes. La razón principal de este aumento radica en que los precios de la mayoría de productos y servicios intercambiados a lo largo y ancho del mundo está fijado en dólares y la depreciación de esta moneda abarata automáticamente su coste, aumentando el apetito de compra de los consumidores. En plena subida de tipos de interés en EE UU, también supone un alivio para los países y empresas endeudados en dólares: aunque sube el interés a pagar por la deuda, el abaratamiento del dólar también hace menos oneroso el repago.

La conversión de clases trabajadoras —mayoritariamente dedicadas a la manufactura tras huir del campo chino o indio— en clases medias con ingresos suficientes como para pensar más allá de la subsistencia ha creado una base de consumidores indispensable para reducir la dependencia de las exportaciones como único propulsor de la economía. Las ventas al exterior ya no son la única vía de crecimiento. Hoy los emergentes ya no son solo una plataforma productiva con mano de obra barata, como en los noventa: centenares de millones de sus ciudadanos se han convertido en nuevos consumidores conectados a las cadenas de suministro globales, hasta el punto de que el 85% del aumento del consumo mundial es achacable solo a estos países.

El caso de China habla a por sí solo: el consumo interno ya supone el 60% de su crecimiento económico y el frenazo industrial, lejos de los malos augurios del turbulento verano de 2015, está siendo menor del esperado. Siempre bajo el férreo control de las autoridades, que en los últimos años han aplicado importantes medidas de estímulo fiscal y monetario. Aunque esas inyecciones no han conseguido sofocar periodos de elevada volatilidad, que probablemente se repitan, añade Werner, del FMI, el PIB cerrará 2018 con un crecimiento superior al 7%. Pero el ejemplo chino no es único.

India, otro gigante llamado a liderar la economía mundial en las últimas décadas, también está viviendo un proceso acelerado de cambio en su matriz económica. En su caso, la transición es aún más abrupta: de la agricultura a los servicios sin apenas pasar por la manufactura. Con la demanda interna picando al alza, las actividades terciarias sumando ya casi la mitad del PIB y con un importante proceso de reformas en marcha, el país asiático ha logrado en los últimos años capitalizar el apetito inversor y va camino de cerrar su particular década dorada con un crecimiento medio por encima del 7%. Este año, salvo accidente mayúsculo, la mayoría de casas de análisis apuntan a una expansión superior al 7,4%. Para poner en contexto esta cifra baste decir que, de seguir ese ritmo, la economía india duplicaría su tamaño en solo una década.

Más allá de las etiquetas, a ojos de los inversores, los emergentes ya no son los mismos países plagados de incertidumbre de hace unas décadas. Su rentabilidad sigue yendo en consonancia con el mayor riesgo esperado que en las economías avanzadas, pero la mayoría han mejorado su marco institucional y han puesto en marcha reformas estructurales ortodoxas. “Muchos de los desequilibrios se han reducido y se ha producido una disminución de las discrepancias en sus cuentas corrientes”, remarca Torquat, de Lombard Odier. Salvo excepciones, han seguido las recetas de los grandes organismos internacionales.

También salvo en contadas excepciones —como los citados casos de India y China, donde la exportación de materias primas apenas tiene incidencia en su matriz económica y el abaratamiento de los productos básicos es positiva para su economía—, en el imaginario económico el país emergente sigue siendo sinónimo de exportador de commodities. Destacan los casos de Rusia (petróleo, gas, carbón y cereales, entre otros); Brasil (soja, azúcar, carne, mineral de hierro) o Sudáfrica (platino, diamantes, mineral de hierro), que forman junto con China e India el selecto grupo de economías emergentes conocidas bajo el término BRICS. Pero también los de otros tres países destacados en América Latina: Argentina (soja en todas sus variedades, maíz y otros cereales, carne), Chile (cobre) y Colombia (petróleo y café).

En todos ellos, su elevada dependencia de la exportación de productos básicos hace que su ciclo económico fluctúe al son de su cotización en los mercados internacionales. No cabe duda de que la reciente recuperación de su precio está siendo un factor positivo a tener en cuenta. El barril de crudo Brent, el de referencia en Europa, cotiza hoy a 65 dólares, un 65% más que hace dos años. Un nivel moderado que no daña el crecimiento de las economías desarrolladas, que en su mayoría tienen que importarlo, pero suficiente para propiciar una recuperación de las economías petroleras. Aunque la mayoría de materias primas alimentarias han permanecido casi estancadas, el cobre y otros minerales han reafirmado la tendencia alcista de las commodities. Buenas noticias, también, por ese flanco.

RIESGOS.

La etiqueta emergente, sin embargo, se queda corta para describir la enorme diversidad de estas economías. Mientras la Asia emergente crece por encima del 6% y África está cerca del 4%, América Latina está solo en el rango de entre el 2% y el 3%, lastrada todavía por la atonía brasileña, que se lame las cicatrices de su profunda crisis. “Son países dispares que, inevitablemente, presentarán resultados económicos y financieros muy diversos”, matiza Torquat. En base a ese análisis asimétrico, el banco privado al que representa, Lombard Odier, apuesta abiertamente por Asia, Rusia y “parte de América Latina”, en detrimento de Turquía y Sudáfrica, donde el riesgo político empaña su potencial económico.

El panorama es alentador, pero no todo son buenas nuevas para el bloque emergente. ¿Cuál es el principal riesgo a corto plazo? Todos los analistas consultados lo tienen claro: la deuda, en un momento que toca subir tipos y retirar estímulos en EE UU y, más pronto que tarde, también en la Eurozona. Esto encarecerá su devolución y pondrá en aprietos a naciones y empresas que afrontan vencimientos importantes en los próximos años. “Ha ido en aumento en muchos de estos países. En algunos casos como Brasil y Rusia ha sido la deuda pública. En otros, como China, India y, en menor medida, también Brasil y Rusia, el incremento ha venido por el lado de los pasivos privados”, subraya García Herrero, de Natixis y Bruegel.

Si nada cambia, el endeudamiento del bloque emergente asiático se irá por encima del 100% del PIB en el medio y largo plazo, en su mayoría de titularidad privada, según un documento de Oxford Economics. Tras la Gran Recesión de 2008 y la posterior crisis de la deuda europea, los países más pujantes de Asia aceleraron su ritmo de endeudamiento y solo ahora, según las últimas cifras del Banco de Pagos Internacionales (BIS), el ritmo de aumento del crédito empieza a estabilizarse. “Ese elevado endeudamiento pesará sobre el crecimiento, particularmente en China, Malasia y Tailandia, pero no provocará el descarrilamiento de sus economías”, pronostica Priyanka Kishore, economista principal para Asia de la consultora británica.

El mayor foco de incertidumbre para los emergentes está, según José Luis Machinea, en un factor que escapa de su control: las políticas monetarias restrictivas en marcha en los países desarrollados para contener la incipiente inflación. Sobre todo, si ese aumento es acelerado, lo que causaría un impacto en los mercados de valores y aumentaría la incertidumbre a escala global y, en particular en los países en desarrollo, donde el coste de la deuda se dispararía. “A pesar de ello, mi opinión es que tendremos un aumento gradual de las tasas de interés en EE UU y mucho más gradual en Europa (aunque el riesgo puede ser el recambio de autoridades en el BCE) y Japón”, apunta el economista argentino, también ex secretario general de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal).

“Nos preocupa que el proceso de normalización de la economía monetaria lleve a una volatilidad en los flujos de capitales a los emergentes y encarezca la financiación pública y privada de algunos de estos países”, reconoce Werner, del FMI. “Es uno de los escenarios de riesgo, junto con los recientes episodios de volatilidad”, apunta en referencia al reciente batacazo de las Bolsas mundiales, pese al cual muchos índices siguen cotizando cerca de máximos históricos. Sin embargo, la “abundante” liquidez, las “amplias” reservas internacionales y los “mejores” plazos de su deuda son, en su opinión, motivos para la calma. “Si bien el excesivo endeudamiento de algunas empresas y Gobiernos locales es preocupante, difícilmente generará una crisis”, profundiza Machinea, hoy decano de la Escuela de Gobierno de la Universidad Torcuato di Tella. También, completa, los cambios políticos en algunos países en desarrollo “pueden generar alguna incertidumbre, pero nada que quite el sueño por ahora”.

“La normalización de la política monetaria de la Reserva Federal, no solo por la subida de tipos sino por la reducción de su balance, no favorece a las economías emergentes”, añade García Herrero. “Pero esta vez son mucho más fuertes que en 2013: las balanzas corrientes son positivas en muchos de estos países y la normalización de la política monetaria en EE UU ha sido descontada ya por los mercados. El mayor riesgo hoy es el político: una posible actuación militar en Corea del Norte y/o un fuerte aumento de las fricciones entre Washington y Pekín”, agrega la jefa de análisis de Natixis para Asia Pacífico.

El otro gran riesgo, cierra Machinea, es que un segundo episodio de volatilidad en los mercados de valores, junto con cierto sesgo proteccionista en el mundo y sobre todo en EE UU, genere una tormenta perfecta. “Es decir, que una turbulencia financiera o macroeconómica se convierta, por la actitud proteccionista [de Trump], en una gran crisis. El mundo ya aprendió el coste de esas políticas en la década de 1930, pero no sería la primera vez que olvidamos las lecciones del pasado”.

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