ENFOQUE PORTADA

La “eticidad” perdida

Por Sergio Dellepiane – Docente ///

Para Friedrich Hegel (1770 – 1831) el Estado representa la “eticidad” de lo que es de todos, por lo que la libertad humana no consiste en hacer lo que cada individuo quiere, sino lo que aquel dispone para la convivencia armónica dentro de la comunidad. La verdadera libertad se realiza entonces, cuando las personas se integran al conjunto, adecuándose a los fines del Estado. Este es, por tanto, una creación humana útil para incentivar la generación de riqueza y prosperidad, fijando reglas de convivencia y coordinando los esfuerzos de quienes lo componen.

Sin embargo, tiene sus límites. No sirve para cualquier cosa. Las instituciones humanas son frágiles y, por lo mismo, están expuestas a usos egoístas, abusos pícaros y desvíos interesados. A medida que la política y sus actores directos lo hacen crecer, su orden y finalidad originarios se descontrolan, y desaparece, subrepticia e imperceptiblemente, su “eticidad”.

El Estado se transforma en un instrumento desvirtuado de sus postulados originales, aunque mantiene sus atributos externos o fachada para hacer valer su “imperium”, pero exclusivamente en provecho de quienes lo gestionan, convirtiendo su servicio al bien común en un mero simulacro porque han tergiversado su fin último, y transformado su tendencia natural al mejoramiento del conjunto, en abuso y desmesura.

Excesos.

Uno de los excesos más perjudiciales ocasionado por el Estado y que sufrimos hace tiempo, es la impresión de moneda nacional sin respaldo para financiar un déficit fiscal que crece desmadrado. La pérdida de “eticidad” se constata cuando se verifica el primer axioma al sostener que “no puede tener moneda fuerte quien quiere, sino quien puede”. Adoptar un “ancla” para el sistema económico, en las actuales circunstancias, implica asumir el compromiso moral de administrar, conjuntamente y en armonía, la política fiscal y monetaria en forma consistente con la política cambiaria. Su éxito dependerá de la productividad que pueda alcanzar, y sostener en el tiempo, el sector productivo.

Deberá asumirse como un cinturón ancho y firme, que permita sujetar la barriga del gasto público. Éste tendrá que contenerse para no vencer la resistencia impuesta pues, de conseguirlo, terminará rompiéndolo y desparramando su grasa abdominal por doquier, aplastando y asfixiando casi todo lo que encuentra a su paso. Ya hemos sufrido varios sacudones por estabilidades ficticias que provocan distorsiones imposibles de corregir en el corto plazo.

El dilema del déficit del Estado también puede ser enfrentado en base a la devaluación de nuestro “peso convertible”, pero la pérdida de “eticidad” que se comprueba a diario, verifica el segundo axioma por el cual “no devalúa exitosamente una moneda el que quiere, sino quien puede”. Nuestro presente continuo nos encuentra sin crédito externo, con limitado financiamiento en moneda local, a cortísimo plazo y con tasas de interés exorbitantes; síntomas de la desconfianza imperante en derredor nuestro. Al combo debemos adicionarle la escasez de reservas internacionales de libre disponibilidad (las únicas que cuentan).

Confianza.

Así las cosas, para que una devaluación corrija efectivamente la distorsión de los precios relativos del sistema, debe llevar consigo un shock de confianza que posibilite recuperar el valor de la moneda sobre la que se interviene. De no lograr su cometido, el efecto será precisamente contrario al buscado, impactará negativamente en las expectativas de todos y elevará los precios sin techo cierto, espiralizando la dinámica inflacionaria hacia nuevos niveles, hoy impredecibles.

Los mayores de 50 años recordamos con…(agregar el/los adjetivo/s que prefiera) a Lorenzo Sigaut cuando en 1981 sostuvo “El que apuesta al dólar pierde”.

Por último, la falta de “eticidad” que padecemos nos la enrostra cada día la realidad más dura y cruel, pues se reiteran imágenes conocidas de desolación y barbarie, confirmando el último axioma, “las condiciones de vida no las mejora el que quiere, sino quien puede”. Como sociedad organizada no necesitamos ocasionalmente al plomero del Titanic, ni organigramas extensos de incontables dependencias públicas en reparticiones creadas ad hoc y de dudosa o nula utilidad, pletóricas de funcionarios que no funcionan pero que cobran una “retribución” no acorde a los servicios no prestados pues no coordinan, ni articulan ni promueven más que su propio bienestar.

A través de salvavidas de plomo o de la conveniencia de algunos, no se solucionan las crisis.

Colectivo.

Hemos convalidado un Estado desmesurado que, en desmedro de la sociedad civil, soslaya la razón práctica que motiva su existencia cual es ordenar la conducta social, compartir esfuerzos comunes e igualar oportunidades. Al perder su “eticidad”, sólo puede inundarla de papeles de colores, incrementar su miserabilidad y dependencia de la dádiva, colaborando activamente en su autodestrucción.

Para recuperar la “eticidad” perdida, los responsables temporarios del Estado deben comprometerse a racionalizar eficazmente su estructura, recrear la confianza de la comunidad en su diario accionar, generando las condiciones necesarias para financiar una transición seria y sustentable a fin de construir un país diferente. Uno donde quienes se sacrifican cotidianamente, comprueben que su abnegación no se verá malversada por quienes cantan el himno nacional con una mano en el pecho y con la otra aferran el bolsillo donde protegen la billetera engordada con el dinero de los demás.

“No hay salvación sino es con todos”, repetía asiduamente mi padre.

Adhiero absolutamente.

 “La falta de comprensión, dispone a los hombres no solo a aceptar confiados la verdad que no conocen, sino también los errores y las insensateces de aquellos en quienes se confía” –Thomas Hobbes (1588 – 1679)