Dos historias con finales diferentes

05/02/2024

Por Roberto Domingo, Rubén Pagliotto y Alejandro Di Palma – Primera parte

Estados Unidos, antes de la guerra civil (1861-1865), era en muchos aspectos un país “del tercer mundo”, hoy más precisamente definido como “subdesarrollado”, es decir, que su relación comercial con el resto del mundo era exportar materias primas -sin valor agregado- como el algodón y el tabaco, mientras que la mayoría de los productos manufacturados que consumía eran importados. (1)

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El despegue diferencial del país del norte se produce con el conflicto civil, donde la industria manufacturera aumentó en 79.6% en número de empresas, con un incremento de 56,6% de trabajadores dedicados a la manufactura, es decir, a bienes terminados que implicaba agregarles valor a los productos primarios (MOA) o a fabricar bienes industriales (MOI). En 1894 EEUU ya exportaba y era autosuficiente en productos industriales.

Fueron en realidad seis las razones por las cuales se produjo este proceso de DESARROLLO PRODUCTIVO, (no fue la causa la incidencia de la “mano invisible” del mercado, como tampoco lo fue la conveniencia económica solamente, pues se trató, sin lugar a dudas, de una clara decisión política de su clase dirigente, la cual, no sin obstáculos, se impuso sobre otras visiones de país).

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En primer término, como lo hizo Inglaterra décadas atrás, una ley de patentes que incentivaba al máximo la inventiva y la innovación.

En segundo lugar, el alto costo de la mano de obra, (es decir, se buscó una alternativa al costo laboral, que no fue justamente la baja hasta la pauperización del salario) con lo cual se encontró invenciones para reemplazarla y aumentar la productividad (sin producir desocupación ni desplazamientos, pues esos puestos de trabajo mutaron hacia otras actividades), alcanzando la producción masiva de productos, con lo cual es evidente que la mayor oferta de bienes presiona sobre los precios a la baja y es el único camino que respalda la moneda. Por lo tanto, no es la recesión ni la falta de demanda solvente (i.e., de medios de pago) el modo adecuado de inducir los precios a la baja.

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En tercer lugar, la estandarización de la manufactura y sus repuestos, con lo cual se aseguran los suministros y se moviliza el mercado interno, fortaleciéndolo en beneficio de las fuerzas productivas locales.

En cuarto término, el proceso industrial, llevó al aumento de la producción agrícola, con lo cual se cierra el círculo virtuoso: el trigo y el maíz, por ejemplo, catapultaron la producción agroindustrial, concluyendo, sin titubeos, que fue la agricultura el origen del éxito manufacturero norteamericano.

La quinta, y no menos importante, se debió a la abundancia y variedad de energía, en la cual se destaca la hidráulica, luego el vapor alimentado por madera y carbón, pero lo que hizo la diferencia fue la electricidad barata, abundante y disponible.

Pero no menos esencial es la sexta razón, a todo lo anterior: lo que amalgamó y afianzó el modelo fue la política proteccionista. Esto derivó rápidamente en que en pocos años el 97% de los productos que consumía el mercado interno eran de producción nacional. Y se trató de una sana y vertiginosa competencia entre productos nacionales, sin que ninguna unidad productiva sufriera menoscabo y destrucción.

Debemos incorporar nosotros, para no ser injustos, que los EEUU innovaron en sistemas financieros que lubricaron (i.e., apalancaron con liquidez) todo el modelo productivo, pero, advertimos, que a diferencia de lo que ocurre hoy, no se trató de un fin en sí mismo (patrón de financierización) sino de un medio (fin productivista), indispensable para alcanzar un objetivo más grande, la industrialización del país y el desarrollo económico, con lo cual, advertimos, que el sistema financiero es el aceite que lubrica el sistema productivo, que es el verdadero motor de la economía.

Este extraordinario y potente proceso de industrialización inducido desde los gobiernos, implicó un cambio sustancial en las fuerzas de trabajo. En 1890 había 1.216.000 empleados domésticos mensurados. En el transcurso de 10 años el país había duplicado su ingreso per cápita, y su población había aumentado 20.7%. Sin embargo, el número de empleados domésticos era de 1.283.000, con lo cual en términos relativos había disminuido de 8.4 a 4.5% en pocos años. Y esto se explica en cómo, solamente un proceso industrial integrado, es el que proporciona ascenso social.

Los Estado Unidos, consolidando ese modelo de producción, industrialización y defensa de su vasto mercado interno, llego a ser la primera potencia mundial.

Pero, ¿qué ocurrió en nuestro país?

Se aferró al modelo agro-exportador. El sector primario consideró – y lo sigue haciendo en cierta medida- a la industria como antagónica y cada tanto esa rivalidad que es propia de las estupideces locales, aflora y provoca dañosos desencuentros al generar una falsa dicotomía.

Aproximadamente desde la crisis mundial de 1930, Argentina inició, siempre desordenadamente, un proceso de industrialización, pero dicho proceso contó con innumerables enemigos internos, y fue sustituido por un sistema productivo inestable, donde predomina el estancamiento y una fractura sistemática de la cohesión social (2).

A partir de ese momento, entonces, se produjeron tres etapas, 1930-1945, donde se da una industrialización de sustitución de importaciones “liviana” o llamada también ISI Fácil, con notable éxito inicial; luego en 1945-1960 donde se complejiza el proceso (ISI Compleja), porque la demanda de nuestras industrias implicaba industria de base (acero, petróleo y energía), haciendo paradójicamente más dependiente a nuestra economía, y 1960-1975 donde se produce un estrangulamiento externo con inestabilidad política, pero donde el proceso industrial y en consecuencia el mercado interno y la calidad de vida de los ciudadanos tenía efectos expansivos (llamada etapa de empate social). La destrucción y abandono del proyecto industrialista nacional comienza en 1976, hiriéndolo de muerte, consecuencia de una decisión política (Martínez de Hoz), donde se resolvió el problema de distribución del ingreso a través de la primacía del factor financiero por sobre el productivo, la apertura indiscriminada de la economía y el subsidio más nocivo y devastador que existe: el dólar barato.

La apertura importadora, ha sido un rasgo característico de la trayectoria nacional de la economía argentina, salvo breves momentos episódicos, donde se intentó un proteccionismo raquítico, aislado de otras medidas necesarias. A propósito, analicemos períodos relativamente recientes, digamos desde la caída de la administración Alfonsín, al finalizar la década de los ochenta (quizás el último intento, aunque insuficiente de recuperación del modelo de desarrollo productivo industrial), donde arranca con mucha fuerza con el gobierno de Menem, el proceso de desgravación arancelaria, alcanzando su máxima expresión. Así, pues, disminuyeron sustancialmente los gravámenes a la importación, reduciéndose sensiblemente los márgenes de protección a la producción nacional respecto de los bienes importados. La disminución de los niveles de protección aduanera estuvo en consonancia con la importación de todo tipo de bienes, especialmente medios de producción, aduciendo que “el objetivo buscado era estimular la competitividad reduciendo la inflación debido a la presión que significaba la competencia externa, adecuar los precios relativos internos con los internacionales, e insertar la economía del país en la nueva división internacional del trabajo”. La Argentina adhirió una vez más, y con renovada fuerza, a los principios fundamentales del librecambio, sin entender o quizás entendiendo, pero obedeciendo a otros intereses, que los principios del liberalismo económico, en rigor el neoliberalismo, pasa por alto de que la economía argentina está muy concentrada y a la par extranjerizada y de que la reprimarización de nuestro modelo productivo, no hace más que agudizar el pernicioso deterioro de los términos del intercambio, sumiéndonos cada vez más en el fárrago del subdesarrollo.

En un inédito proceso de reestructuración defensiva, se permitió discrecionalmente que fuese el mercado internacional quien asignase diferencialmente los recursos en función del grado de especialización en la producción de aquellos bienes que contaban con condiciones internas favorables para ser producidos de manera `eficiente´.

Así,el país se desindustrializó rápidamente, sucumbiendo a un agudo proceso de reprimarización de su estructura productiva.

Numerosos factores convergieron en este sentido. La abolición de la tasa estadística en 1992; el descenso de los aranceles máximos del 40 % de 1989 al 20% de 1992; la involución en el número de posiciones que detentaban el arancel máximo (pasó de 2.235 en 1989 con un arancel máximo del 40 % a 425 en 1992 con un arancel máximo del 20%) y la estratificación arancelaria en tres categorías básicas: materias primas y maquinarias, con derecho de importación del 5 %; bienes intermedios, con 13 %; y bienes de consumo, que detentaron mayoritariamente posiciones generales en el orden del 22 % (con excepción de los electrónicos, que gozaron de un arancel ad valorem del 35 %). Estos fueron los íconos más representativos de la reestructuración del comercio exterior argentino.

La convertibilidad monetaria tampoco fue ajena a este proceso. Se reestructuró el resto de las variables macroeconómicas -sector externo, tasa de interés, incluso la variable fiscal- en función del comportamiento de la masa monetaria. El principal pilar de sustentación del programa monetario manifestaba una vulnerabilidad extrema: la imperiosa necesidad de mantener “una relación estrecha entre las reservas en divisas y la emisión de dinero local”, subordinando al resto de las variables macroeconómicas en función de su propia ejecución y pervivencia en un esquema institucional sistemáticamente dirigido a sostener el régimen y a aumentar los costos de abandonarlo. El programa de Convertibilidad era estructuralmente incompatible con el equilibrio fiscal, la desgravación arancelaria, el salto exportador, el crecimiento económico y la generación de puestos de trabajo. La captación de divisas dependía de “un superávit en la cuenta corriente, ya fuera mediante un esfuerzo exportador o mediante la atracción de capitales del exterior”. Se extremó así la vulnerabilidad de la economía argentina al subordinarla al ingreso de divisas vía exportaciones, al financiamiento externo del déficit público vía préstamos otorgados por los organismos internacionales y los países centrales -que pasaban a engrosar el monto ya de por sí elevado de la deuda externa pública-, y la inversión extranjera directa (IED).

La combinación de la Convertibilidad y apertura comercial resultó demoledora para la industria local. Parece que siempre volvemos al mismo cántaro de la fuente y el peligro de rompernos, está cada día más cerca.

  1. Estados Unidos, la Norteamérica industrial. Paul Johnson. Pág. 498.
  2. Devenir de una ilusión. Aldo Ferrer.