ENFOQUE PORTADA

¿Dónde está la salida?

Por Sergio Dellepiane – Docente / Dos Florines

Una somera revisión retrospectiva a la dinámica del desenvolvimiento nacional, en poco más de dos décadas de este nuestro siglo XXI, nos muestra con base estadística que la economía nacional se contrajo el 13 de los últimos 22 años; la inflación promedio orilla el 38% anual; el sector privado ha creado menos de un millón de puestos de trabajo para una población que se incrementó en 11 millones de personas; el sector público incorporó más gente a un estado quebrado con empresas públicas deficitarias en la mayoría de los casos y en otros colmó de personal a organismos decididamente inútiles e ineficientes, agigantando una burocracia inservible y perezosa.

No le van en zaga los indicadores sociales que están a tono con el descalabro económico vigente. La crisis de representación política no cede ni da oportunidad a propuestas serias, responsables y de utilidad concreta y aplicación inmediata. Todo acompañado por un sentimiento que mezcla desazón y desesperanza que se expande en el entramado social, sin distinción de clases, ante la magnitud de la crisis que se experimenta a diario.

Aisladamente y sin consistencia alguna se oye el desvarío subyacente de palabras inútiles pero insustanciales sin efectividad ninguna sobre la vida de millones de personas, fluyendo sin destino, diluyendo ilusiones y destrozando esperanzas para alcanzar un futuro menos patético que el de la lucha de poder desarraigada de una realidad cruel y vergonzante.

Responder el interrogante inicial, desde un punto estrictamente económico, exige ponerse de acuerdo ex – ante, sobre una base que incluya como meta el desarrollo y crecimiento nacional.

En el mundo actual sólo sobreviven dos caminos posibles; las economías de planificación central y las de mercado.

En las economías colectivistas, desde el poder se relevan los recursos y las necesidades de la población para, en un segundo momento, disponer de modo autoritario, QUÉ producir, CÓMO hacerlo (forma y cantidad) y A QUIÉNES entregarlo. El ciudadano no decide, acata.

Por el contrario, en una economía de mercado, esta tarea se lleva a cabo de manera descentralizada a través del sistema de precios. Cuando falta algún producto su precio aumenta, otorgándoles incentivos a los productores de dicho bien o servicio para que inviertan e incrementen su producción, lo que a la larga incluye la contratación de más gente. Además, como el precio refleja la escasez, se desalienta su consumo por un lado y, por el otro se estimula la búsqueda de alternativas más económicas. Aparecen los sustitutivos.

Cuando emergen los períodos de abundancia (estacionalidad), los precios disminuyen y, en consecuencia, los recursos destinados a la producción pueden ser reorientados a nuevos procesos productivos. Los consumidores se benefician doblemente. Precios más bajos y mayor número de alternativas.

La persistente y elevada inflación, genera volatilidad y dispersión en la mayoría de los precios de cualquier economía, ocasionando que consumidores y productores tomen decisiones más apresuradas y, por lo mismo, menos racionales y acertadas, que si lo hicieran en un marco de seguridad jurídica y estabilidad de las variables fundamentales.

Como regla general, nadie puede asegurar, con total certeza, que un determinado precio hoy es más adecuado que el de ayer y si lo seguirá siendo mañana. Esta volatilidad y desconcierto convierte en riesgosa cualquier transacción que se pretenda realizar.

Con el agregado de que, si la moneda local a través de la cual se concretan las transacciones no muestra fortaleza, las personas ahorran menos y se desprenden más velozmente de la misma, en busca de compensaciones con mejores condiciones de estabilidad, afectando por partida doble las posibilidades de desarrollo del país.

La primera es que sin financiamiento interno y/o externo se verifica un menor nivel de inversión, en consecuencia, menor es el dinamismo productivo y reducidos los niveles de crecimiento. La segunda, al despreciarse la moneda local como refugio de valor, aumenta la demanda de moneda extranjera para atesoramiento, incrementando su precio relativo y encareciendo el tipo de cambio real que la economía precisa para su funcionamiento. Los costos de los insumos importados que se precisan y que no produce el mercado interno, acarrean subas adicionales de precios, que inevitablemente pagan quienes consumen.

Otra cuestión no menor, a resolver, incluye a las distorsiones macroeconómicas actuales; debe decidirse si se hacen mediante mecanismos de shock (efecto inmediato) o en base al devaluado gradualismo en la aplicación de los correctivos necesarios sobre las políticas públicas vigentes.

Generar credibilidad, tanto hacia adentro como hacia afuera de las fronteras territoriales a partir de repetitivos anuncios insustanciales no será tarea sencilla para una nación que ha abusado de los defaults, del impuesto inflacionario, del cierre y protección de su economía manteniendo un sesgo antiexportador con regulación laboral antiempleo, imponiendo una asfixiante presión impositiva y, sobre todo, con un manifiesto desprecio por la gestión profesional, responsable y eficiente de las políticas públicas adecuadas.

Las reformas estructurales que deben encararse cuanto antes, laboral, impositiva, previsional, educativa, no pueden demorarse hasta que la macroeconomía haya podido ser estabilizada.

Garantizar la solvencia del estado es condición necesaria para transitar un camino diferente. Aquel que, a pesar de la tenebrosa neblina pegajosa, húmeda e interminable, nos permita vislumbrar los tenues destellos de la luz al final del túnel, ese que deberemos atravesar en algún momento.

Para cruzar el Rubicón y alcanzar la otra orilla habrá que meterse en él y avanzar decididos hacia el nuevo destino.

Sin miedos y con esperanza.

Uno puede estar a dos metros del lugar al que se dirige si toma el camino correcto; o a 44.000 kms de distancia si toma el opuesto y decide dar la vuelta al mundo para alcanzarlo” – Anónimo