AL DÍA

Daniel Saín, un silencioso pionero

Intelectual de perfil bajo y reconocimiento general. Fue un impulsor del estudio del marketing y las ciencias del mercado. Un cultor de los abrazos y la amistad. Gustavo Sánchez Romero

Conforme avanzan los años y –como decía Benedetti- la muerte deja de ser sólo una palabra, uno se empieza a preguntar cuál es el motivo por el cual elije saludar a tal o cual persona con un abrazo y no de otra forma.

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Es que si bien las normas de cortesía impulsan al saludo cordial a los conocidos, el abrazo parece un recurso improvisado, repentino y efímero sólo reservado para un puñado de elegidos, y no mucho más.

No hay protocolo para esto. Sucede y ya. Es un impulso irrefrenable de ambas partes. Una especie de big bang en una fracción indescifrable de tiempo que involucra a ambas partes. Pero hay una ráfaga de sucesos -más incomprensibles todavía- que predispone las condiciones para que esos cuatro brazos se entrelacen en un mágico momento de historia común y no parece haber mucha explicación para eso.

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Infiero que se trata de un noble ejercicio del recuerdo; un tributo recíproco solapado donde el derrotero nos retrotrae mágicamente al preciso momento en que esa persona ingresó en el catálogo interno del abrazado eterno, como en una banda de moebius donde no importe en qué lugar se encuentre uno siempre estará en la misa cara.

Para que eso suceda no hace falta más que el encuentro y la colisión simbólica ocurre sin que entren en juego ni la clasificación moral o afectiva que se tiene del otro. El abrazo, en suma, es un fenómeno, en toda la acepción científica en tanto irrupción, de la que no se puede dar cuenta plena desde la razón.

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Con Daniel Saín me pasaba eso. Era un abrazo furtivo. No hacía falta más, ni siquiera la argentinísima pregunta: ¿Cómo andás amigo? De hecho, hacía años que no hablaba con él por lo que era un abrazo y a veces ni siquiera iba acompañado de palabra alguna.

Genio y figura.

Lo conocí siendo muy joven y en tiempos de militancia universitaria. Por aquellos días casi adolescente lo escrutaba con fruición. Era un hombre callado, de risa sencilla, refinada y silenciosa. Casi una leve comisura de los labios siempre dispuesta.

Desde sus años mozos fue un hombre inserto en la vida académica, comprometido con las ciencias duras y todos los recordarán como un pilar de la evolución de la regional Paraná de la Universidad Tecnológica Nacional.

Su historia anclará allí, más que en otro lugar, y será recordado por esto, nobleza obliga.

Pero él tenía un espíritu innovador –casi impropio para un ingeniero mecánico- que lo empujaba siempre y era más fácil identificar sus logros que esta usina donde nacía toda propia iniciativa.

Sin embargo, tengo para mí que tuvo una faceta profesional que ahora queda un tanto relegada por su abierta pasión por la administración académica de los últimos años en la Uader, y seguramente Analía Varela acordará con esta arrebatada presunción. No hay dudas que con el tiempo adquirirá su verdadera dimensión. Daniel fue un pionero en el impulso de las ciencias del mercado en Paraná, y dedicó sudor y estudio a ello.

Poseía una casi silente inclinación hacia el marketing, la investigación de mercado, la publicidad y la administración de las empresas, y desde allí se vinculó con las firmas de Arturo Etchevehere y otras empresas, entre ellas EL DIARIO, donde en las últimas décadas intentó aportar sentido común a ese pandemónium condenado al suicidio.

Fue un precursor. En la década del ´80, cuando conceptos como mercadotecnia o calidad total quedaba reducido a un grupo minúsculo de contadores públicos, Daniel Saín le dio otra visión estratégica desde un paradigma holístico y avanzó en un sentido distinto que, afortunadamente, caló en algunos en la ciudad que hoy continúan con ese legado.

Tanto fue así que fue socio del más serio de los institutos de formación terciaria que tuvo la ciudad en la materia, junto a otros profesionales: el Ceser.

Yo había estudiado con él, lo había escuchado sesudamente, había jugado al padel muchos domingos a la mañana y comido asados. Pero fue en este instituto donde profundicé una relación y advertí en primera persona su pasión por la docencia.

Sabiduría.

Recuerdo un episodio sobre su picardía y transparencia con la nitidez de un amanecer. A mediados de 2001 –año fatídico, si los hay- esperaba quien suscribe el comienzo de un congreso internacional de marketing, en la sede del Paraninfo de la Universidad Nacional del Litoral.

Daniel llegó más tarde y se sentó junto a mí. Conversamos un rato y de pronto advirtió que en la carpeta de presentación del evento predominaba el isologotipo del Banco Argencoop, una de las primeras fusiones de entidades financieras cooperativas, que correría igual suerte que todas apenas algunos meses después.

-¡Qué logo raro!, ¿Qué significa?- me preguntó como de soslayo.

Ensayé una respuesta apelando a mis estudios de gráfica en la facultad y la atracción de lecturas de Frascara, Joan Costa y Norberto Cháves.

No sé si tal respuesta le satisfizo o no, pero fue lacónico con su definición: “Empezamos una experiencia con un instituto de capacitación, necesito que me acompañes”.

Fue entonces que comencé a dar clases, sin que eso signifique ser docente; muy lejos de eso.

Gracias a Daniel Saín y Analía Chemes, en esos largos años aciagos fui feliz frente a un curso, gané un valioso cúmulo de experiencias teóricas y humanas y pude arrimar unos cuantos pesos y Federales al menguado ingreso familiar.

Pero la vida pasa sin que lo advirtamos, no tanto por la aceleración de la montaña rusa, sino por la adrenalina del tren fantasma.

Abrazo.

Querido y respetado, un día Daniel Murió. Fue este jueves. Hacía muchos años que no me sentaba a charlar un rato con él. No sabía qué pensaba de la vida reciente ni por dónde andaban sus aspiraciones o expectativas. Alguna vez departimos acerca de algún artículo publicado en EL DIARIO, o cubrimos alguna iniciativa en la que eventualmente andaba. Pero quizá no hacía falta. Generalmente era callado, prefería escuchar y espetar alguna reflexión cuando era necesario. Sin embargo fue rico en anécdotas y tenía una gran capacidad para describir a las personas, sobre todo cuando debía apelar a la ironía.

La noticia nos sorprendió a todos, especialmente a quienes estaban más cerca suyo.

Lo primero que yo recordé cuando leí el titular fueron esos abrazos tan esporádicos como profundos, sin necesidad de precisar tiempo y lugar. No recuerdo cuándo fue el último, pero debieron pasar algunos meses.

También me preguntaba todas las veces por qué abrazaba a Daniel, aún cuando estuviera apurado y ni siquiera emitiéramos palabra.

Era un abrazo de cartel luminoso, en el que uno no se detendrá más que un segundo, pero no puede evitar hacerlo.

Mirar, abrazar, sonreír como lo hacía él –con un leve movimiento en la comisura de los labios- y seguir hacia adelante. Los abrazos de los últimos 20 años fueron así. Y así serán por siempre, cada vez que me lo encuentre caminando por calle Urquiza.

No hay dudas –ahora lo sé sin fisuras- que el motivo de ese impulso mío para detenerme y fundir en un gesto oceánico, dos cuerpos no menos oceánicos, no puede ser otro que la pulsión a pagar en cuotas la invalorable deuda moral y profesional que tendré siempre para con él.

De hecho no me alcanzó el tiempo, porque lo que asumo que del saldo se encargará la caprichosa memoria.

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