Antonio, el hombre que siempre tuvo su puerta asignada
27/12/2020
Falleció una figura clave en la vida institucional empresaria de la provincia. En un reconocimiento extendido, este cronista despide a un hombre que le asestó por 30 años uno de los estímulos más contundentes: el respeto. Gustavo Sánchez Romero
Los antiguos árabes, antes incluso de la invención de la escritura, estaban convencidos que el paraíso les había sido concedido en compensación al hecho que cuando el Arcángel Gabriel distribuía la arena por el mundo alguien rompió su bolsa maliciosamente y la mayoría cayó sobre sus tierras. Así imperó el desierto y la oceánica distancia entre ellos. Pero el creador le proveería el don de la palabra, el camello y el turbante para hacer su vida más placentera. También les dejó -decían- los secretos del paraíso. Conocían que para ingresar había 10 puertas establecidas, pero sólo una estaba abierta permanentemente: la de la misericordia.
Antonio Caramagna ha muerto este sábado 26 de diciembre con la marca de este tiempo infausto e inconmovible. El desconcierto nos surca, aunque la muerte ha decidido atravesar la humanidad y deja su huella con absoluto desdén y vulgaridad.
Para quienes lo trataron es una pérdida, un despojo celestial, en el más estricto sentido del término.
Él era un hombre de profunda fe, y no aceptaría estas palabras. Las discutiría e intentaría convencerme -como lo hacía siempre que no estaba de acuerdo- del hecho que existe un haz de luz con que se escribe nuestra existencia en esta tierra. Me dirá -con fortaleza y dignidad- que la suya se había diluido y este, su efímero tiempo, se había agotado.
Sin embargo, tengo para mí que Antonio ya tiene su puerta asignada. El hizo de los sentimientos de la caridad y la compasión por los que sufren un silencioso culto y convirtió su misericordia en un abrazo de humildad permanente que trascendió sus días y sus circunstancias, y donde quiera que estuviere su mensaje fue unívoco.
También, seguramente, contradiría estos conceptos en su sempiterna humildad.
Lo conocí hace más de 30 años. Era realmente joven y buscaba tan afanosa como desprolijamente armarme para las que creía míticas batallas del periodismo. Un día cualquiera me topé con él en una reunión del Centro Comercial e Industrial de Paraná -entidad de la que fue arte y parte y a la que nunca abandonó-.
Me perturbó la figura de ese hombre enjuto, unicejo y de carácter templado que hablaba, aunque firme, pausado. Su sola presencia generaba un acato casi castrense.
Ese día me saludó y conversó conmigo, dejándome la sensación que por primera vez, siendo apenas un joven irreverente y con la brecha de edad bien marcada, aun yo podía ser depositario de un valor que pocas veces encontraría en los años posteriores con tanta claridad: el respeto.
En sus antípodas ideológicas y culturales, por entonces, no pareció conceder importancia a ese detalle nimio y departió ese afecto inaugural tan etéreo como material que se reprodujo en infinitos abrazos fraternales, hasta el último que, infiero, no sucedido aún. O mejor dicho, nunca dejará de suceder en este infinito presente del recuerdo.
Desde entonces hemos tenido una relación tan cercana como privada. No dejábamos de llamarnos para nuestros cumpleaños o las fiestas navideñas. Ni hablar de 7 de junio, fecha que para pero no tenía ninguna trascendencia pero que no olvidaba.
No recuerdo habernos hecho regalos ni hablar de aspectos materiales, siendo él el CEO de una de las principales compañías de la ciudad.
Sí, claro, largas conversaciones. Especialmente en los últimos años cuando siendo presidente de la Unión Industrial se permitía el abrazo del oso del Gobierno en nombre de la sinergia público-privada, o cuando en su obstinada tozudez -porque Antonio era tan tozudo como cojonudo y llevaba sus convicciones hasta el límite-, impuso una percepción sobre algunos colegas que colocó a la entidad al borde del cisma.
En su grandiosa humildad se permitía larguiruchos minutos para explicarme su posición y perspectiva y aceptaba que las interpele y le brinde otro punto de vista. Yo sabía que estaba enojado conmigo, pero jamás osaría demostrarlo en honor a la libertad y el respeto profesional. Era un verdadero caballero.
Muchos minutos de diálogo fraterno, y usted, querido Antonio no debe ser tan intransigente, permítame que se lo diga Antonio. Pero no hay tu tía; era irreductible como un cosaco y le costaba cambiar de caballo cuando ya venía cruzando el río. En ese sentido murió con las botas puestas, y bien que se lo ganó.
De mi parte, preventivamente, preservé las debidas distancias y nunca me atreví a tutearlo. Ni falta que hacía.
No obstante y con todo, no interpreto dónde originaba su respeto a este sencillo cronista. Me consta que desde mis primeros pasos leía mis columnas con fruición y alentaba cualquier intento por interpretar la complejidad de las cosas. Se nutría de todo, y todo lo devolvía.
Fue un melómano propenso y permitía entregarse de forma irremediable a una ópera de Puccini o a la sinfonía de El Lago de los Cisnes, de
Tchaikovsky. Y con eso, no dudaba en meter la mano en el bolsillo para ser miembro de un club de auspiciantes personales de una FM dedicada a la música de culto que tanto, valga la redundancia, serenamente cultivaba.
Era una persona múltiple, austera, solidaria, culta, generosa y siento que funcionó en todas las direcciones con patrones con que lo hace un padre diligente. Sus hijos, estos días, atento a su evolución clínica, me recordaron la inexplicable deferencia para quien suscribe.
En definitiva, algo que no escapa a la mecánica del respeto. No es fácil arbitrar las palabras para describir esa inefable forma de escudriñar una relación fraterna sostenida sólo de palabras y sin licencias para reproches o desencantos.
Valores.
Su vida profesional nació, por los años ’70 si se quiere, en la malograda pero potente industria Paranatex, símbolo de una Paraná que buscaba emerger y donde fue administrativo e incluso llegó a representarla en Buenos Aires. Allí conoció a Leopoldo Polo Senger, a quien ayudó a empujar el carro de Jhonson Aceros, que antes tuvo otro nombre, y del que se constituyó más que en el CEO, en su factótum.
Miembro del Centro Comercial, fundador del Consejo Empresario de Entre Ríos, presidente de la Unión Industrial de Entre Ríos y activo participante de las cámaras sectoriales, tuvo siempre una visión integral de la vida a partir del compromiso y el desprendimiento tanto de sus recursos como del tiempo.
Eso no le impidió involucrarse en las instituciones de la Iglesia, de las que fue también fuente viva y activa, y donde profesó el arte de la bondad y la gentileza; pero también la de la planificación estratégica, el desarrollo y la ejecución de planes con definido sentido social y humanitario.
El inesperado y disruptivo desenlace lo encontró, llenó de vida, colaborando con el sacerdote Benito Vernaz, de la Iglesia de Don Bosco, su reducto predilecto. “Sólo porque sentía que un hombre también debía hacer cosas con las manos”, me reseñó un querido amigo.
Es muy difícil sintetizar a este hombre ecléctico, capaz, desinteresado y comprometido. Buen tipo, quizá sea el concepto, ya que allí coincidieron quienes lo conocieron ni bien se echó a rodar la noticia de su deceso.
Tenía un vozarrón volcánico y una risa atajada, la que dejaba fluir cuando se sentía en espacios congregados, especialmente en la diletancia de una sociedad menos egoísta, defendiendo el empleo, la vida y la armonía entre todos los actores en el mundo de las empresas.
Se había formado en este mundo y buscó siempre, por propia convicción, superarse y estar a la altura: bienaventurados quienes aspiran a no decepcionar.
En el fondo era un humanista sustentado en la Renum Novarum, y aspiraba a un hombre desarrollado y feliz a partir del trabajo. Tanto es así que él mismo, aun cuando ya no tenía compromisos, asistía al menos dos veces por semana a su oficina en la empresa para no perder esa sensación que sólo nace de sentir el fluir de la vida por las venas.
Estaba convencido de la necesidad de una articulación continua y circular, aunque a veces su visión de este mundo cruel parecía naif. Como los griegos aborrecía las desmesuras porque prefería el equilibrio, ora cuando se sentía consolado (con sol/con Dios); ora cuando se sentía desolado (sin sol/ sin Dios) y prefería mostrarse profundo en sus pensamientos a la hora de quebrar el silencio. De allí que muchas veces eligiera la prudencia.
Ahora bien, si se busca el origen del nombre Antonio se advertirá que hay una controversia, donde ambas partes lo contienen, y nada parece azaroso.
El diccionario dirá que Antonio es de probable origen griego y de significado desconocido, derivado de Antonius (en latín), que era interpretado como “aquel que se enfrenta a sus adversarios” o “valiente”. Sin embargo, otra versión moderna y quizá más romántica, asegura que desde el Renacimiento se le atribuyó un origen que significa “flor”. Esto llevó a pensar que su etimología era “digno de alabanza”, “aquel que florece” o “Florecido en gloria”.
Vaya paradoja, con ambos se podría construir un enorme edificio de metáforas en su honor, y esa nomenclatura no sólo lo había interpretado como a pocos, sino que más bien parece haberlo definido.
Para sus últimas horas Antonio Caramagna eligió el silencio. Fueron días difíciles para su familia que esperaba el milagro del abrazo postrero de quien tuvo a su esposa e hijos como un faro. Sin embargo, aun cuando no pudiera verse, su hija Victoria infería que él había elegido esa forma de guardar fuerzas y pelear hasta el último tranco por mantenerse junto a ellos. Pero hasta un viejo bonachón, respetuoso, generoso, obstinado y algo cascarrabias también tiene el destino escrito en los pliegues de su mano.
No lo logró y ya es tarde para todo. Excepto para las necesarias lágrimas y ese recuerdo perenne en las fibras emotivas de las personas y las instituciones.
Para todos es una gran pérdida. Así también se me figura a mí, cuando un gran nudo se abraza a mi nuez de Adán.
“No hay lástima en el Hado, y la noche de Dios es infinita. Tu materia es el tiempo, el incesante tiempo. Eres cada solitario instante”, vendrá Borges a consolarnos en este momento.
Antonio Caramagna ha muerto este sábado 26 de diciembre de 2020. Año signado por un extraño e indolente infortunio para la humanidad y que a él no le ha sido ajeno. La crónica celeste escribirá que hacía mucho calor sobre Paraná cuando él inicio un viaje hacia un lugar donde ya lo estaban esperando, justo en la puerta asignada.
-Pase Maestro. Pase. Este ingreso está reservado para usted. Se lo merece-.
2 thoughts on “Antonio, el hombre que siempre tuvo su puerta asignada”
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Una gran pérdida !! excelentisima persona !!! Un abrazo fuerte fuerte para su amada Graciela y sus queridos hijos!!! QEPD Don Antonio Caramagna
Gran hombre de palabras justas y cariñosas una gran pérdida mis condolencias.