ENFOQUE PORTADA

Del derroche al saqueo

Por Sergio Dellepiane – Docente

Allá lejos y hace tiempo, la Argentina llegó a presentar muy fugazmente claro, un Estado potente, capaz de diseñar y sostener, políticas de largo aliento (al menos en lo inmediato). La educativa de los ‘80 (1880) y la de la reorganización estatal de los ’30 (1930) que, más allá de lo opinable, tuvieron una profunda influencia en la sociedad de la época.

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Al mismo tiempo, desde sus orígenes, se fue consumando (no construyendo) un Estado sensible a las presiones de los intereses de unos pocos, que iban organizando a la par que delineaban a grandes trazos, su propósito de vivir a costillas de la estructura que decían defender. Pretendían “mojar su pan”, cuantas veces fuera posible, en la salsera estatal que comenzaba a mostrarse desbordante de recursos.

Durante la primera mitad del S.XX, la tensión entre lo posible y lo concreto, se mantuvo en un relativo equilibrio. Los historiadores (económicos) coinciden en que la última fórmula eficaz, para mantener a raya lo que se convertiría poco después en desparpajo, sin límites ni castigos ante una voracidad desmedida por lo de todos, fue la de “comunidad organizada” de 1943 (J.D. Perón). Pero era personal e irrepetible.

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Paradigmas.

Después de 1955, los problemas de relación entre un Estado generoso y magnánimo, con el esfuerzo de otros, y las ávidas corporaciones que comenzaban a ejercer su cuota de poder, no pudieron soterrarse más y comenzaron a salir a la luz.

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La prosperidad empezó a estrecharse, las reservas a dilapidarse y lo peor, a no encontrar formas para recomponerlas con la velocidad necesaria, a fin de compensar los derroches exigidos por los conflictos distributivos, que resintieron la movilidad social (en rigor, nunca fue tal, sino sólo un espejismo), en base a una abundancia mal entendida. Debemos agregarle los ambiciosos proyectos de las políticas de promoción de la industria nacional (proteccionismo pernicioso y perjudicial), encarados por gobiernos con escasa legitimidad.

Cuando estuvo a la vista de todos, el baúl con el tesoro nacional, que bajo luz estadística no era lo que aparentaba ser, pero se manifestó lo suficientemente atractivo y discrecionalmente disponible; las corporaciones de ese entonces, se lanzaron frenéticos a luchar por colonizar las oficinas administrativas del estado con el único fin de orientar (¿exigir?) desde allí, decretos y resoluciones, que les trasladaran el maná público hasta su propio molino. Incluimos tanto a civiles y militares, laicos y religiosos, sindicalistas, obreros y algunos grupos empresarios existentes por ese entonces.

Un vistazo retrospectivo a nuestra historia nos revela algunos grandes zarpazos, como la notable devaluación ejecutada en 1963, la Ley de Obras sociales de 1971 y hasta la creación de Aluar durante el mismo año.

A partir de 1970 el estado se convirtió en el árbitro, para el reparto del botín, que demasiadas manos pretendían conquistar. El tiempo de gobierno del régimen militar se inicia con la proclama que afirmaba, con una lógica elocuente, “achicar el Estado es agrandar la Nación”.

Algo de razón había en esa consigna pues, lo que caracterizó a las administraciones centrales posteriores es que se dejaron guiar por el argumento que pretendía oponerse a un Estado enorme, costoso e ineficiente. Sólo que en lugar de adelgazarlo, eliminando la grasa inútil y perniciosa, terminaron recortando los recursos que debían destinarse al sostén y fortalecimiento de sus funciones esenciales e indelegables.

Demandas.

Poco a poco se generalizaron los reclamos ciudadanos, amparados por los “nuevos derechos” que fueron emergiendo progresivamente, con el paso de los años. Lo que nunca hubo fue, ni tiempo ni lugar, para discutir quién/es y cómo, pagaría/n los costos de asumir como propios esos derechos, que no representaban a todos, ya que sólo se manifestaban como sectoriales.

En la amplia mayoría de esas circunstancias, todo se resolvió siempre del mismo modo, el más fácil, cómodo e inimputable. Se agregaron varios dígitos al déficit fiscal. Cualquier parecido al “paga Dios” actual, no es mera coincidencia. Es el origen de tan anquilosada como beneficiosa y aberrante, práctica consuetudinaria, de la casta política emergente.

La ejecutividad perdió su lugar y lo dejó en manos de la discrecionalidad y los decretos… ¿de qué necesidad? ¿Con cuál urgencia? No se pudo o no se quiso evitar el proceso, que devino en continuo y permanente, de deterioro de las instituciones de la República, sus normativas y ejemplaridad. A salvo, por ahora (sólo por ahora), la Constitución Nacional.

Suprimir los límites y trabas constitucionales implicará, subordinar el Congreso, atar de manos a la Justicia y permitir el continuo debilitamiento de los ambientes y personas conservadoras de los saberes del Estado, hasta el deterioro de la ética de los que asumen convertirse en servidores públicos (si es que todavía permanece alguno…)

Desde la dictadura, los gobernantes que (¿supimos elegir?) administrando lo de todos, se fueron acostumbrando a lo que llamaban ejecutividad. No terminó siendo más que derroche discrecional para culminar en saqueo.

Sin un Estado austero, al servicio del bien común, eficiente, sustentable y ajustado a derecho, no hay ni habrá gobierno normal posible. Tampoco podrán brindarse soluciones definitivas y permanentes a los gravísimos problemas que afrontamos como Nación (ordénelos según su preferencia), que aún se proclama libre y soberana.

“Cuando un pueblo pierde la memoria, pierde la llave de su futuro” – J. M. Serrat

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