AL DÍA

El fin del mundo y el ocaso lacustre de las naves que unieron Santa Fe y Paraná

Las antiguas embarcaciones que cumplieron el noble servicio de conectar a Santa Fe y Paraná por el río quedaron cesantes con la construcción del Túnel Subfluvial. Su destino se selló, en principio, en los lagos del sur argentino. Inicialmente fueron adquiridas por un español que montó una empresa de viajes para recorrer los glaciares cuando Parques Nacionales lo concesionó. Algunas pasaron por Bariloche y dicen que terminaron cubriendo el derrotero Posadas-Encarnación. Frío, nieve y un viento incesante y perturbador acompañan el día de aquellas que –reconvertidas como la Santa Fe- siguen prestando servicios. Las anteriores, de madera, esperan su momento postrero a la intemperie y desgranándose poco a poco. En reencuentro con un pedazo que surca el tiempo y la distancia y une ese pedazo de recuerdo ribereño con la mágica frecuencia cotidiana del reflejo turquesa que devuelve el Lago Argentino.  Gustavo Sánchez Romero / Sanchezromero@arnet.com.ar

Todavía no llegamos al río Mitre. Y eso es fácil de advertir porque la meseta se vuelve lánguida, y aunque monótona, es dulcemente insoportable. El viento que se descuelga iracundo de los picos nevados surfea el lago revuelto y se azota como un gran lobo marino sobre la tierra mustia, raquítica. Los calafates resisten arqueando sus ramas fibrosas y configuran casi la única señal de la flora sobre el corredor que se forman con esos tótem milenarios de roca desgastada por las ráfagas incesantes.

Todavía no llegamos al río Mitre, y nos explica Mito Stettler –un talense que llegó en la década del ´80 y clavó los winds como bioingeniero, docente, militante de izquierda y autodidacta en el arte de hacer cosas con las manos-, el anfitrión que ya casi no guarda la tonada entrerriana, pero mantiene la calma que se refugia en la selva montielera. “Verán que casi no hay vegetación, que sólo se mantienen los calafates y las retamas”, relata. No dice que el río Mitre es un hachazo de dios –en minúscula porque es ateo confeso y preferirá explicarlo por el big bang o algún otro método evolutivo- y prescribe que con sólo atravesarlo se cambia el paisaje con en un pase mágico del viento. De un lado del agua amarronada; meseta, del otro lado el tupido verde del bosque andino patagónico. Casi un milagro.

Los calafates son esos pequeños arbustos que pueblan la meseta avasallante, prolíficos en un pequeño fruto otoñal que el lugareño aprovecha para jugos, jaleas y bebidas espirituosas que venderá luego al turista que llega en malón. Las retamas, unas matas invasivas que en primavera explotan en una enceguecedora flor amarilla que colorea el paisaje ancestral que algunas vez acompasó el viaje eterno de los nómades Tehuelches.

El pequeño auto atraviesa la indómita Patagonia –espacio que la Argentina comparte con Chile- y Mito Stettler se alisa la barba para relatarnos la historia de un territorio mitológico pletórico en leyendas y sucedidos.

Quizá la más mentada de la zona aquella que le da vida al pequeño arbusto que con los años los españoles le otorgarían la nomenclatura final. Cuentan por aquí que los ancianos tehuelches partían en un largo viaje bordeando el lago desde el valle hasta Los Antiguos, en el umbral de la cordillera más profunda.

Los sabios caminaban decenas de kilómetros para encontrarse con la muerte o refugio final junto a un grupo de jóvenes guerreros. Una viejita no logró soportar el rigor del camino y decidió quedarse, arropada, a esperar el ocaso a la intemperie. Aseguran que en el viaje de regreso, en su lugar donde debía yacer la anciana encontraron un arbusto con pequeños y jugosos frutos morados que rápidamente se multiplicaron por el lugar soportando el viento. El arbusto tenía un nombre indígena, pero los pioneros que llegaron a comienzo del siglo XX construyeron embarcaciones de madera que debían “calafatear” en sus reparaciones, y sólo encontraron grandes planicies dónde no había un mínimo árbol en una tierra azotada por el viento y dónde sólo llueven 300 milímetros por año –los álamos fueron plantados por el hombre- y encontraron en el fruto del arbusto el insumo necesario para sellar la madera.

El fruto estuvo antes que el verbo, y la acción terminó dándole el nombre y éste definió para siempre, por transitividad, este arrabal del fin del mundo de gente calma y de buena fe.

 

Un punto.

Pero todavía estamos en la ruta provincial 11, a la espera de la promesa de un bosque que emerge tras el río Mitre, y que unos 35 kilómetros más allá chocaría frontal contra uno de los espectáculos más maravillosos de la naturaleza: el glaciar Perito Moreno. Ese río es como un hachazo, claramente. Hay que pasar una chacra de esquirla de ovejas –ahora dedicada al turismo- llamada el Galpón del Glaciar y girar a la izquierda para encontrarse con una estancia de ensueño perteneciente a una empresa francesa –que dicen en el pago chico que alguna vez quiso comprar Gabriel Batistuta sin éxito- y se encuentra uno con un enclave dominado por dos lagunas con truchas y un puñado de álamos y sauces. Se llama Punta Bandera y casi no tiene casas. Sólo un puerto con modernos catamaranes, un astillero y algunas dependencias oficiales. En el ingreso, una chacharita de barcos. Allí, sin cobijo ante el gélido viento, la lluvia y la nieve, en una agonía sin honores ni fanfarrias, se desguaza un bote que terminó sus días de servicios en este impiadoso sur, pero que supo ser una pieza clave en la integración entre Santa Fe y Paraná, antes que el Túnel Subfluvial se impusiera como marca indeleble entre las dos ciudades. También hay otro de madera pintada de amarillo que domina la bahía, pero no hay registros en el lugar que ese tenga un punto de contacto con el río Paraná.

Viejas naves.

Al ingresar en Punta Bandera la sensación que hay sólo hay un puerto es un poco desoladora. No hay escuelas, no hay oficinas, no hay plazas. Sólo lo que se necesita para contener el fuerte viento y no azotar las naves y poder zarpar cuando el viento lo permite.

Apenas se supera la barrera de álamos –todo tiene en el sur barreras de álamos para morigerar el viento- el improvisado guía Stettler apunta con el dedo a un baldío donde sobresale una vieja lancha entregada al paso del tiempo. Este cronista carece tanto de información como de experiencia, vale decirlo, al haber nacido en 1969.

Sobre el fin de ese año quedó abierto el Túnel Subfluvial Hernandarias –así llamado inicialmente-, y quienes pintan canas bucearán en su memoria para ubicarse en tiempo y espacio sentado en un incómodo asiento cruzando el Colastiné buscando el puerto santafesino. Sin embargo, para los que pintan canas, no pasará inadvertido el relato que ubica una vieja barcaza entregada al tiempo a unos pocos metros frente al histórico puerto de Punta Banderas.

Desde el primer viaje que habrá que rastrearlo un siglo atrás, iniciando la década de 1920, muchas fueron las embarcaciones que unieron los casi 20 kilómetros que hay entre puerto y puerto, entre capital a capital, entre Santa Fe y Paraná.

Las hubo de todo tipo, especialmente de maderas, bajitas y que muchas veces debían refugiarse en El tiradero cuando arreciaban las tormentas y el Paraná se volvía una amenaza ante la que convenía acobardarse. El ingeniero Álvaro Piérola –compartiendo esta experiencia- reconoce la nave que yace junto al Lago Argentino y recuerda que en sus años mozos de estudiante en la UTN santafesina debió permanecer alguna noche en esa lancha a la espera que el viento amaine y puedan surcar las marrones aguas hacia Paraná.  A veces las tormentas impedían, incluso, atravesar el canal de acceso al puerto santafesino.

En el sur, en el Lago Argentino, también muchas fueron las lanchas de las fuerzas de seguridad, el Estado y privada que cumplieron ese servicio durante décadas. Pero dicen que dicen que fueron cuatro las lanchas en el último período, en el final de los años ´60: La Entre Ríos, la Corrientes, la Santa Fe y la Paraná. Hasta ellas fueron naves tradicionales de madera y con formatos básicos.

Las últimas tuvieron una estructura más moderna con hierro y motores más potentes. Cuando el Túnel se convirtió en enlace que hacía prescindir de las naves, su destino fue incierto y pocos se preocuparon por ellas, aturdidos por el ruido de los autos emergiendo de los enorme tubos de cemento.

Entienden algunos que dos fueron para Bariloche, y Danilo Lima, viejo amanuense de los recuerdos en esta Hoja, las evoca en su viaje estudiantil a Bariloche cumpliendo el servicio hacia la Isla Victoria.

Luego, estas naves, viajaron hacia el sur con el mismo objetivo lacustre.

Por esos años Punta Banderas no era nada. Sólo un desolado enclave aferrado a las turquesas aguas del lago, que sirvió de base para los pioneros que a comienzos del siglo XX pelearon palmo a palmo el territorio con los chilenos e hicieron patria. Allí hubo un hombre que se radicó y finalmente logró durante 30 años una concesión –que sucedió al control de Parques Nacionales- para recorrer los maravillosos glaciares que se imponen en estos gélidos arrabales donde el viento es amo y señor de las mesetas y montañas: René Fernández Campbell.

Guillermo Mito Stettler revive ese momento que para los lugareños también fue una discontinuidad que merece ser recogida del olvido:

“Cuando se termina de hacer el Túnel, Fernández Campbell trae estos barcos del Litoral argentino para hacer los viajes lacustres en El Calafate, pero antes fueron a Bariloche. Los primeros que llegaron para hacer esos viajes fueron la Santa Fe, la Entre Ríos y la Corrientes, y con esos se viajaba por el Lago Argentino en la ruta de los glaciares. Eran las lanchas con esos nombres. Fueron tres. Fernández Campbell fue un viejo vecino de la zona, en realidad de Río Gallegos que puso una empresita de navegación lacustre y hoy es un emporio que provee de servicios al turismo nacional e internacional en barcos de gran categoría. Por esos días Punta bandera era un puntito. En la década del ´70 esos barcos salían para estancia Cristina, que fue una de las primeras que se dedicó al turismo, muy cerca del Glaciar Upsala. Me acuerdo que cuando vino a visitarme mi hermano Juanchi lo acompañé en un viaje por el lago en la Entre Ríos. Eso fue en el año 2004”, describe y rememora mientras se refriega su blanca barba dibujando un triángulo y frota su piel castigada por el viento.

Recuerdo.

Brenda llegó aquí desde Bahía Blanca cuando Punta Bandera era todavía poco más que un puntito entre el hielo inconmensurable y su fluido inglés le dio una oportunidad en la empresa que sucedió a Fernández Campbell en la concesión de los viajes por los glaciares, hecho de lo que no parece querer hablarse mucho por estos días. Desde hace 20 años es guía. Hoy lo hace en esos grandes catamaranes con dos pontones debajo que deja que el agua circule, y una confortable estructura de dos pisos en los que un turista puede llegar a pagar hasta 4 mil pesos, all inclusive, por un viaje por tierra de glaciares durante cinco horas.

Ella recuerda esos viajes con cierta nostalgia, quizá rememorando los años juveniles en que el viento la empujó hacia este destino austral. Aquí, en esta reserva de agua dulce de 1560 kilómetros cuadrados, y que es el más grande de la Argentina y que en algunos tramos puede llegar a tener mil metros de profundidad, recaló para ya no más irse.

“Las que se ven de madera –la que usted refiere frente al puerto- son las primeras embarcaciones que navegaron en el Lago Argentino antes de que Parques Nacionales concesionara las excursiones. Las adquirió Parques Nacionales a instancias de Juan Piñeiro, que fue el primer capitán del lago que manejaba esas embarcaciones, y que tiene una estatua con un timón en el acceso a la manga del catamarán.  Eso fue durante la década del ´50 y las embarcaciones se llamaban Wilki y Oyikil (se escriben aquí por fonética) y luego llegaron la Misiones, la Corrientes y la Entre Ríos y estuvieron todo el tiempo que duró su concesión. Esto fue al principio de la década del ’80 y navegaron hasta más allá del 2005, donde hubo temporadas muy buenas y se las usó mucho. Hoy la Entre Ríos y la Misiones están haciendo el cruce entre Posadas y Encarnación”, prefigura Brenda, aportando información clave para reconstruir el derrotero de estas embarcaciones que fueron un ícono de la comunicación fluvial en el caudaloso río Paraná.

También aquí tuvieron un rol clave, y los memoriosos le guardan una grata estima y la recuerdan con cariño reverencial. Es que en la década del ´60 aún no se construía el camino hacia el glaciar Perito Moreno, y había que sumergirse a caballo en las frías aguas del río Mitre -al que finalmente llegamos- y atravesar el bosque andino patagónico por más de 20 kilómetros para chocarse con la muralla blanca de 70 metros de de hielo que hoy deslumbra como la octava maravilla del mundo.

Para llegar, entonces, había que subirse a estos barquitos inestables ante los vientos descerrajados por la cordillera y llegar al glaciar por el Canal de los Témpanos. Una exposición itinerante de fotos, por estos días en la sede de la Comuna, recuerda los avatares de aquellos días infaustos. “Esos barcos llegaron desde Santa Fe y Paraná a estos lugares para cumplir una tarea titánica. Eran embarcaciones chicas, monocascos, muy difícil para salir y navegar con estos vientos y sin embargo lo hicieron con gran eficiencia”, recuerda la guía aportando al rescate de estos navíos que marcaron distintas etapas de la vida de muchos paranaenses y santafesinos que subieron su humanidad a estas embarcaciones y rasgaron las estrías de su memoria personal y la colectiva.

Reconversión.

Sin saber con certeza que ha sido de las naves que no quedaron en el sur, a simple vista se comprueba qué ha sido de la Santa Fe.

Oronda y erguida, junto a los majestuosos buques posmodernos que hacen ese viaje hoy para el turismo internacional –en El Calafate se hablan tantos idiomas se asemeja a la Torre de Babel- se sostiene La Santa Fe, una de aquellas que se escabullía por los riachos santafesinos con el norte puesto en el viejo puerto frente a Alto Verde. Si bien fue una de las más modernas de su tiempo –ya construida con acero- debió ser reconvertida para los nuevos desafíos que le esperaban en las aguas turquesas del lago más lindo de todos. Se le construyó un piso superior para el comando de la nave para mayor visibilidad previniéndose de los témpanos y piedras, y liberar espacios para la tripulación y los turistas en la parte inferior.

Viejo es el viento y aún sopla, y nunca mejor usada la metáfora. Es que todavía, todos los días, el Santa Fe cumple con esta tarea y por 1.500 pesos cualquiera puede revivir aquellos años, sin mosquitos ni dorados cazando en las correderas, pero con la majestuosidad de los casi 30 glaciares que sobreviven en este parque nacional donde el diablo perdió el poncho.

Aquí es un dato irrefutable e insoslayable que todos recuerdan: estos barcos llegaron con Fernández Campbell para estos viajes lacustres, y aquí están muriendo lamidos todos los días por las lenguas de un viento inclemente.

Por estas tierras nadie conoce al Viejo Firpo, el histórico dueño de la empresa Fluviales, que -rememora Germán Gietz- fue uno de los más recordados capitanes de esas lanchas de pasajeros en la década del ´60 y que tenía su base junto a los que es hoy la Escuela de Atletismo municipal.

De las lanchas y el Lago Argentino no tienen más datos. Su viejo dueño, Fernández Campbell, ha muerto. Sus descendientes acompañaron el tiempo con nuevas inversiones y hoy cuentan con una flota al estilo de la isla de Capri o el lago Ontario. El tiempo pasa y han vuelto a la memoria convertidos en desgarbadas líneas periodísticas, fugaces y efímeras, por un talense de ojos de color del lago que las ve desgranarse lentamente. Lo escucha un cronista que juntos con sus amigos de peña llegaron hasta Punta Bandera. No saben cómo evitar el viento helado que se ha colado y fluye desenfrenado por sus huesos. Escribir una historia de barquitos olvidados y tomar un whiskie reparador puede ser una buena forma de engañar el inhóspito paraje.

 

 

Un punto perdido

Antes de la llegada del hombre blanco, el área de El Calafate ya recibía por parte de los aonikenk el nombre Kehek Aike, significando la primera palabra -kehek- “dejar”, “depositar” y la segunda palabra -aike- “paradero humano”, es decir: Paradero que es depósito de artefactos y bienes humanos. Como localidad El Calafate surge en las primeras décadas del siglo XX. En su origen no era más que un punto de aprovisionamiento de los transportes de lana, realizados en catango (carreta), desde las estancias de la región lo que explica el nombre originario de Kehek Aike. Fue fundada oficialmente en 1927 por el gobierno argentino a fin de consolidar el poblamiento de la región. Sería la Administración de Parques Nacionales la responsable de consolidar la localidad. En 1943 comienzan las obras de construcción de la intendencia del Parque Nacional Los Glaciares. En ese entonces la localidad contaba apenas con unos cien habitantes permanentes. Durante años, Parques Nacionales fue la institución más importante de la localidad, trayendo la electricidad, inaugurando el primer cine, abriendo caminos, construyendo puentes, entre otras infraestructuras. Luego de la Campaña del desierto, fueron vendidas por el Estado grandes extensiones de campo a capitales ingleses, destinados a satisfacer el incremento de la demanda mundial de lana provocado por el auge de la revolución industrial. Las estancias poseían grandes extensiones destinadas al ganado ovino. En este período se produjo la matanza de la Patagonia rebelde, en la que se fusilaron alrededor de 200 obreros que reclamaban derechos laborales. El Calafate era un punto de reunión entre las estancias de la región, que además servía como paraje para abastecer a peones y obreros, ya que constaba con hotel, un almacén de ramos generales y una estación de servicio. A partir de la década de 1970 los viajeros empiezan a llegar al lugar con el fin de conocer al glaciar Perito Moreno.

 

 

Punta Bandera

El destacamento Punta Bandera de la Prefectura Naval Argentina se encuentra a 45 kilómetros de El Calafate. Desde que fue creado en 1978, el destacamento brinda a la zona servicios profesionales y humanitarios. La Prefectura realiza patrullaje jurisdiccional en los lagos Viedma, Argentino, Desierto y San Martín, a los fines de mantener la seguridad de la navegación en los buques de pasajeros. A la zona de los lagos llegan miles de turistas al año entre octubre y mayo, por lo que Prefectura trabaja por su seguridad en los medios de transporte. En esta zona hay muchas estancias que conforman pequeñas poblaciones en la costa de los lagos. Están alejadas del centro urbano, al cual se les hace difícil llegar. Prefectura hace las veces de correo, medio de transporte y tratando de cubrir todas las necesidades.

 

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